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El Corazón de México

Madre de los Tejanos

Historia por Karla Arévalo

“Yo no soy la madre de los Texanos, yo soy una madre mexicana”, dice Doña Rosario León.

Doña Rosario es una mujer de 54 años, quien emigró a Estados Unidos hace casi 30 años del pequeño pueblo de Tunkás, Yucatán. “Mi sueño era darle a mis hijos una mejor educación de la que podrían recibir en México”, dice.

La migración en ocasiones conduce a una vida mejor, pero también puede llevar a la desintegración, separación de familias y frustración personal. Esto ha sido cierto para muchas madres tunkaseñas, como Doña Rosario, quienes iniciaron rutas migratorias desde finales de los sesenta a California y Texas en busca de mejores oportunidades de vida para sus familias.

De acuerdo con la encuesta sobre imigración del 2008 – conducida por el programa de Entrenamiento e Investigación de Campo sobre Migración (Mexican Migration Field Research and Training Program -MMFRP-) de la Universidad de California, en San Diego – alrededor del 75 por ciento de la población de Tunkás son migrantes, quienes trabajan y viven al menos la mitad del tiempo en el extranjero o en otras ciudades de México. Casi una tercera parte de los migrantes son mujeres, muchas de las cuales tienen que cargar con la responsabilidad de sus familias. Doña Rosario tenía 26 años y cinco hijos cuando su esposo, Tomás Uicab, ya había emigrado a Estados Unidos. “A mi marido se le olvidó mandarme dinero por mucho tiempo, pero a mí no se me olvidó que mis chiquitos tenían que comer”, dice Doña Rosario.

Producido por Mason Callejas

Es un hecho, aunque poco discutido, que los inmigrantes en Estados Unidos no siempre están en busca del estereotipado remedio mágico para la felicidad: la residencia permanente

Cuando a éstos se les pregunta, la mayoría de los migrantes están esperanzados en volver a su patria tarde o temprano, y desean continuar la vida que tanto apreciaban.

La felicidad, derivada de cualquier estabilidad financiera, probablemente es vista como el logro de ese sueño. El sueño americano no es únicamente material; se trata de cosas menos tangibles como la seguridad y comodidad, la pasión y el humor, y muchas otras cosas en las que las personas tienen que esforzarse.

Para mantener vivo el sueño fiscal, muchos padres migrantes, documentados o no, deben tener varios trabajos y a menudo pasan lejos de sus familias largos periodos de tiempo.

Esta existencia brutal es lo que algunos migrantes le atribuyen a la desintegración familiar del sueño americano.

La historia de Rosario Uicab-Ku, a quien en el pueblo se le conoce como Doña Chari, no es diferente de aquellas experiencias de muchos de los migrantes. Como madre joven, tomó la difícil decisión de seguir a su esposo para trabajar en Estados Unidos, y se llevó a sus seis hijos. Después de dar a luz a su séptimo hijo y criarlos por un corto tiempo en Los Ángeles, Doña Chari y su familia se mudaron a

Texas, donde ella continuó educando a sus hijos por más de 20 años.

Doña Chari regresó a Yucatán y tres de sus hijos la siguieron por razones legales y personales. Ahora su familia está dividida entre la modernidad y oportunidad de Texas y la existencia más nostálgica de su pasado

Durante ese periodo, vivió de lo que sus hermanos le daban. Pero ella sabía que debía encontrar otra solución para salir adelante. La vida con su esposo en Tunkás no había sido fácil. Así que Doña Rosario contó sus ahorros y emigró a California junto con una de sus hijas. Su esposo no sabía que Doña Rosario lo seguiría.

La noche en que intentaba cruzar por el cerro con su bebé, Araceli, en sus brazos, tres “coyotes” atacaron a su grupo de migrantes. Le arrebataron a su recién nacida de los brazos y le apuntaron con metralletas. “Yo estaba gritando como una loca porque creí que nunca volvería a ver a mi hija de nuevo”, dice Doña Rosario. Luego algo misteriososo sucedió. Un extraño apareció con la pequeña niña.“Yo nada más recuerdo a un hombre alto con ropa blanca. Él me trajo de vuelta a mi niña. Me dijo: ‘agárrala y cuídala’”.

Yo nada más recuerdo a un hombre alto con ropa blanca. Él me trajo de vuelta a mi niña. Me dijo: ‘agárrala y cuídala’”.

Fue una noche larga y fría para Doña Rosario, quien abrazaba su pequeña hija, hasta que pudieron cruzar la frontera la siguiente mañana. Pese a los obstáculos, pudieron llegar a Anaheim; ahí se instalaron en casa de unos viejos amigos de Tunkás. Con esfuerzos, pudo contactar a su esposo, aunque vivían aparte.

Anaheim – sede del parque de diversión Disneylandia – tiene aproximadamente 346 mil habitantes y resultó intimidante para Doña Rosario. Tunkás tiene una población de casi 3 mil 500. En Tunkás no hay muchas tiendas comerciales o restaurantes. Los lugares de diversión más populares son un par de cantinas, un parque de beisbol y otro de futbol. Se encuentra a dos horas de Mérida, la capital del estado de Yucatán. Hay pocas fuentes de trabajo en Tunkás, en su mayoría la agricultura y apicultura; ésta es una de las principales razones por las cuales muchos tunkaseños han tenido que migrar desde 1960.

Durante los primeros nueve meses de su llegada a California, vivió literalmente en el vestidor de una recámara. Doña Rosario no se sentía apoyada por su marido. Sin saber hablar, escribir o leer en inglés, se enfrentó a la otra cara de la migración. “Él nunca me acompañó”, dice Doña Rosario. “Yo siempre estuve sola. A él no le convenía tenerme allá, porque, en el tiempo que él estuvo solo, se acompañó con alguien más”. Tomás se había encontrado a otra mujer con quien vivir en California. Pero, al saber que Doña Rosario estaba ahí, abandonó a la otra mujer para regresar con su esposa. Ella pensó que al volver con él su relación mejoraría. Pocos meses después, Doña Rosario se embarazó.

Fotos por Laura Jarriel
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Ocho meses más tarde, tuvo que vender su pequeña casa en Tunkás para poder cruzar al resto de sus hijos a Estados Unidos. “Mi idea era sólo estar dos años y regresar acá para tener un buen hogar, donde mis hijos no pasaran hambre y pudieran estudiar”, dice Doña Rosario, “porque aquí en Tunkás no lo iban a lograr”.

A Doña Rosario se le dificultó encontrar trabajo, especialmente porque no podía hablar inglés. Sin un empleo o permisio legal era casi imposible alimentar y cuidar a sus hijos.

Finalmente encontró dos trabajos, por las mañanas lavaba platos y por las noches ayudaba en una lavandería.

El motor que la hacía seguir luchando por una vida mejor eran sus hijos. El verlos crecer y estudiar, le hacía esforzarse más en sus actividades para que no padecieran necesidades económicas como las que ella había tenido cuando era pequeña.

En la iglesia encontró el apoyo que le hacía falta de Tomás. Ahí le ofrecieron un colchón para poder dormir o regalos navideños para su familia que iba creciendo; en Estados Unidos tuvo una niña más.

Con el tiempo, encontró alivio ante la tempestad. En 1986, obtuvo la residencia legal por medio del programa de amnistía que ofreció la administración del presidente Ronald Reagan a casi 3 millones de migrantes indocumentados.

Con residencia en mano, las cosas cambiaron para Doña Rosario: se mudó a Carrollton, Texas, donde el costo de vida era menor que el de Anaheim. A la siguiente semana de haberse mudado a Texas, ya tenía un nuevo empleo en un Holiday Inn en el departamento de lavandería.

La vida en Carrollton – ubicada a 30 minutos al norte de Dallas – implicó nuevos ajustes para la familia. La mayor parte del año, en Texas se sentía un calor sofocante al que debía acostumbrarse. Ahí, si el camión no pasaba a la hora exacta, ella llegaba tarde a su trabajo. En Texas, el ritmo de vida era más lento; aún así, no tenía el tiempo suficiente para atender por completo a sus siete hijos. A pesar de las dificultades cotidianas, las rentas más accesibles en Texas empezaron a surtir efecto en su economía. “Me alcanzó para pagar una casa de dos pisos, salir adelante y comprarme un carro para poder moverme, e incluso visitar a mi familia en México una vez al año”, dice Doña Rosario. Tomás también se mudó con ella y sus hijos a Texas, aunque el matrimonio no marchaba bien.

Doña Rosario trabajaba dos turnos, incluso después de haberse lastimado la espalda por cargar ropa pesada en la lavandería donde trabajaba. Dedicaba poco tiempo a sus hijos. Enrique, el mayor, tenía muchas responsabilidades; se destacaba en los deportes, pero tenía que cuidar a sus seis hermanas y hacer labores de la casa. A la larga, esto afectó su relación con Doña Rosario. “Yo no tengo recuerdos con mi madre”, dice Enrique. “Ella trabajaba día y noche, no tenía tiempo para nosotros”.

“Yo no tengo recuerdos con mi madre,” dice Enrique. “Ella trabajaba día y noche, no tenía tiempo para nosotros”.

Doña Rosario se arrepiente de haber llevado a sus hijos a Estados Unidos, porque crecieron con una vida sin restricciones. “En México yo estaba acostumbrada a que si los niños se portan mal, les das una nalgada para que no te respondan; en Texas, tú no les puedes pegar a tus hijos porque te pueden demandar”.

Sus hijos empezaron a desobedecer. Algunas de sus hijas tuvieron roces menores – luego mayores – con la ley. Particularmente, Enrique se sentía restringido por las leyes de Texas: no podía tirar basura donde quisiera o cruzar la calle en cualquier punto; además tenía que trabajar para poder apoyar a su madre.

Enrique, Betty y Lucila regresaron a Tunkás cuando crecieron. Su hija Betty fue deportada a México, y dejó a su hijo en Texas. Doña Rosario se quedó en Texas con sus hijas Araceli, Nori (la más chica) e Irene (la segunda), aunque seguía preocupada por sus hijos en Tunkás.

En 2012, Betty y su (segundo) esposo se cayeron a un pozo de 30 metros de profundidad en Tunkás. Los dos se se lastimaron gravemente, pero se salvaron. La mamá de Doña Rosario, quien vivía en Tunkás, se comenzó a enfermar. Doña Rosario no podía continuar arreglando los problemas de su familia desde lejos. Ese mismo año regresó a Tunkás, después de vivir 26 años en Estados Unidos. Dejó a cuatro de sus hijas y a su marido en Texas.

Fotos por Laura Jarriel
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El recorrido de dos horas desde Mérida hacia Tunkás se ve iluminado por los colores amarillo, rojo, azul y naranja de las mariposas. Un arco grande y azul, que dice Tunkás, rodeado de árboles framboyanes naranja, da la bienvenida al pueblo. Desde las calles, se desprende el olor a cochinita pibil – el platillo típico de la región, hecho a base de puerco, que cocinan las familias.

Doña Rosario pensó que, al volver a Tunkás, podía tener una vida más tranquila, pero en el pueblo hay poco trabajo como cuando ella se fue. Además, ha tenido que lidiar con los distintos problemas de su familia: cuidar a su madre que estaba muy enferma; reconstruir su casa; Enrique y Lucila luchan con problemas personales y familares; Betty quiere regresar a Texas para reunirse con su hijo.

En medio de esta nueva era de agitación, Doña Rosario se encontró con una sorpresa – un compañero de vida. Don Chuy, como lo conocen en el pueblo, es albañil; ha estado con Doña Rosario desde hace tres años. Quizás, él es la mejor fuente de consuelo y apoyo moral para ella. Doña Rosario vive de las remesas que le envían sus hijas, de lo poco que junta vendiendo a los animales que cría; 60 pesos es lo máximo que llegan a pagarle por una gallina.

Aún así, Doña Rosario no celebra la Navidad ni el Año nuevo. “Esos días para mí significan tristeza, porque no tengo a mi familia junta, unos están aquí y otros allá. Todos estamos separados”, dice Doña Rosario con los ojos llorosos.

Doña Rosario no celebra la Navidad y el Año nuevo. “Esos días para mí significan tristeza, porque no tengo a mi familia junta”, dice Doña Rosario.

Son las 6 de la mañana en Tunkás, las primeras luces del día empiezan a asomarse en el cielo, algunas personas caminan hacia la parada del autobús para ir a sus trabajos. Al cruzar las vías del tren, se divisa una casa blanca semidespintada. Se escucha desde un cacareo hasta un ladrido. El lugar huele a excremento de ave.

Doña Rosario permanece sentada en la vieja mecedora de la sala, rodeada de fotos de su familia que cuelgan en la pared. A través de la ventana, observa a los lugareños que caminan hacia el gremio —una fiesta del pueblo, donde la gente sale a celebrar con música de banda y juegos pirotécnicos a Santo Tomás, el patrón del pueblo. Hoy, ella no luce con el cabello recogido y arreglado como suele usarlo; hoy, ella no saldrá a bailar.

Doña Rosario se ve triste. Su madre ha muerto hace unos días.

Fotos por Laura Jarriel
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En el velorio sólo la acompañaron sus familiares. El ataúd era de un alumnio tan gris como la mirada de Doña Rosario; no tenía decoraciones; el cuerpo frío de su madre estaba rodeado de ventiladores. Betty fue la única de sus hijas que la acompañó.

Es un hecho que Doña Rosario emigró por una vida mejor. Nunca se imaginó que sus sueños desenvocarían en una familia desintegrada.

“Quiero tener a mi familia en un sólo país para tener a todos mi hijos juntos”, dice Doña Rosario. Sus ojos se inundan de lágrimas mientras observa a sus aves. Por lo menos las aves están juntas en un corral.