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El Corazón de México

Guerreros de Fin de Semana

Por Trevor Trigg

Bajo una avalancha de abucheos y chiflidos, Gustavo Mejía se abre paso hacia la base de home. Su jersey de color morado resalta en marcado contraste contra el césped opaco y las desgastadas gradas de cemento.

El silencio cae sobre la multitud conforme el lanzador inicia su lanzamiento. Un pie se alza y sus caderas se flexionan, enroscando su cuerpo como si fuera un resorte de acero listo para infundir la máxima potencia a la pelota. Ésta se dirige como un destello hacia la base de home y flota sobre la zona de strike.

Batazo

Gustavo avienta su bat hacia el terreno de juego y se echa a correr mientras la pelota se eleva sobre la cabeza del jugador de la segunda base. En la primera, su padre, Celso Mejía, lo incita a tomar la segunda, donde estará a salvo. Su hermano, Jesús, pisa la tercera base, sale disparado hacia la zona de home y anota fácilmente.

Muchas familias de los trabajadores migrantes tienen que lidiar con su separación, pero para la familia Mejía el beisbol es una forma de mantenerse en comunicación, incluso cuando no pueden estar juntos. Entre semana, Celso trabaja en Mérida, capital del Estado de Yucatán. Viaja al trabajo desde su casa en el pueblo de Tunkás, y sólo pasa los fines de semana con su familia.

“Mis hijos están en el equipo y yo prefiero que se dediquen a esto y no a otras cosas – cosas peligrosas".

“¿Que por qué hago esto?", dice Celso. "Porque amo el beisbol. Mis hijos están en el equipo y yo prefiero que se dediquen a esto y no a otras cosas – cosas peligrosas".

Conforme el juego continúa, él se mantiene de pie frente al dugout con las manos en la cadera, ordenando cambios en la formación de su equipo, los Guerreros de Tunkás, mientras van tomando su turno al bat. Su papel como manager es un complejo acto de malabarismo, pero no lo es más que su papel como padre y esposo.

Producido por Cameron Coates and Kalli McKee

Mientras algunas familias se separan por consecuencia de la migración, otras luchan exitosamente para mantenerse juntas a pesar de los retos a los que se enfrentan.

Celso Mejía pasa alejado de su familia de lunes a viernes porque trabaja en la ciudad, donde el salario es más alto y los trabajos son mejores. No obstante, su corazón nunca se aparta de su familia en Tunkás, y los fines de semana se reúne con ellos para estrechar lazos a través de la pasión que comparten por el beisbol. Mejía está decidido a vencer las extrañezas de la vida y mantener unida a su familia. Por ahora, piensa que ellos llevan la ventaja.

En México, el deporte más popular es el futbol, pero en Yucatán las cosas son diferentes. Aquí, el beisbol es el rey.

Florentino Che, otro de los entrenadores del equipo de Guerreros, ha sido parte de decenas de equipos por muchos años.

“El beisbol es más popular aquí que en cualquier otra parte de México, incluso más que el fútbol”, dice Florentino. “En cualquier otro lugar se habla de ligas de futbol, pero aquí en Yucatán es sobre beisbol”.

El beisbol y los deportes en general son una manera común en que los padres se acercan a sus hijos en todo el mundo, pero en Tunkás, donde tantos hombres se ven en la necesidad de migrar y se ausentan por largos periodos de tiempo, los obstáculos son mucho mayores.

“Algunos de los miembros del equipo andaban metidos en las drogas, así que se puede decir que nosotros los rescatamos”, dice Celso. “Eso es parte del reto que nosotros tenemos como entrenadores de beisbol y como hombres de Tunkás”.

Muchos padres no pueden venir a casa a menudo y, en algunos casos, en Tunkás hay padres que nunca han conocido a sus hijos. El beisbol ayuda a dar disciplina y estructura a los chicos que carecen de dirección.

“Ahora todo lo que planeamos, todo lo que soñamos es una realidad”, dice Florentino. “Y todo esos niños que jugaban sin organización, ahora tienen un equipo. Ahora tienen estructura”.

Pero la existencia del equipo sería impensable sin el financiamiento que proporciona el trabajo de los migrantes. Las remesas, envíos de dinero que los trabajadores en Estados Unidos envían a casa, a quienes aún se les conoce como braceros, son las que pagan la mayoría de los gastos relacionados con el equipo.

“Estamos muy agradecidos con la gente que está en Estados Unidos”, dice Celso. “Ellos nos han ayudado muchísimo. El beisbol es un deporte muy caro, y con la ayuda de los braceros y del gobierno podemos comprar bats y otras cosas, pero a veces no es suficiente y tenemos que poner dinero nosotros”.

Celso, Florentino y Abraham, hijo de Florentino, tienen que pagar las comidas y el transporte con dinero de sus bolsillos cuando el dinero escasea, pero ellos saben que invertir en la comunidad es importante para el futuro.

Celso Mejía, padre orgulloso, felicita a su hijo por un buen bateo. La familia Mejía ve al deporte como una manera de reconectarse después de que Celso estuvo lejos durante una semana de trabajo.
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Aquí abundan la bebida y el cigarro”, comenta Florentino. “Incluso en el equipo había dos muchachos que fumaban. Desde que comenzaron a jugar, tuvieron que parar porque no podían correr lo suficiente. Tenían problemas para respirar, así que lo dejaron porque amaban el deporte”.

Este pasatiempo estadounidense es muy popular aquí debido a la gran cantidad de población migrante. En Tunkás, la mayoría de las personas que migran se dirigen hacia Inglewood o Anaheim, en California. Cuando regresan a casa, muchas ya son fans del equipo de Los Ángeles.

Entre semana, al caer la noche, las familias se reúnen alrededor de sus viejos televisores y observan la batalla de sus Ángeles contra los Rangers de Texas, sus temibles rivales de división. Mientras el sol se pone en el horizonte, los ávidos espectadores ven a Prince Fielder y Albert Pujols intercambiar hits; sus porras resuenan en la quieta, húmeda noche.

En Tunkás, muchas familias no cuentan con servicios de agua corriente, tuberías o electricidad. Casi el 80 por ciento de la población vive por debajo de la línea de pobreza. De los 3 mil 464 habitantes, sólo cuatro casas tienen acceso a internet.

Hay pocos trabajos, y aquellos que están disponibles son mal pagados, lo que obliga a los residentes a apoyarse en fuentes de ingreso secundarias, como la ganadería o la apicultura, con tal de seguir llevando comida a la mesa.

Hay una opción más: hallar trabajo en otro sitio, ya sea en Estados Unidos o en diversas ciudades de México; en lugares como Cancún, Mérida o Playa del Carmen.

Son las 5:49 en Tunkás, poco antes de que aparezcan los primeros rayos de sol. Las calles se encuentran desiertas y oscuras, sólo iluminadas ocasionalmente al paso de algún autobús. Un aura de calma reviste el pueblo mientras todo el mundo descansa en sus hamacas, camas y camastros dispersos sobre los pisos de lozetas.

Los únicos sonidos son el canto de los gallos y el ladrido de los perros vagabundos que patrullan las calles. En la oscuridad, Celso Mejía sale hacia su patio y desplaza la chirriante puerta de hierro forjado hasta dejarla abierta.

Maneja su Chévrolet Aveo color blanco hacia un lado de la casa y lo estaciona brevemente en el sendero de grava blanca. Tiene un largo camino por delante.

Después de una última mirada a la casa, se acomoda la camisa blanca, mete su portafoliio de piel dentro del coche y sale hacia la carretera.

No le agrada estar lejos de su familia, pero tiene que trabajar en otra ciudad para darles una vida mejor. Es un sacrificio, pero es uno que ellos están dispuestos a hacer.

Sale de su auto y camina para aproximarse al pequeño grupo de gente que le espera enfrente de la casa. Besa a Daisy, su esposa y la levanta en brazos para despedirse. Después de decir adiós, va con cada integrante del grupo, repartiendo besos, abrazos y apretones de mano.

Después de una última mirada a la casa, se acomoda la camisa blanca, mete su portafolio de piel dentro del coche y sale hacia la carretera. Se da la vuelta para un saludo final antes de manejar hasta perderse de vista.

Celso realiza este viaje de 71 kilómetros a Mérida cada lunes. Trabaja como técnico de nivel medio en las oficinas de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes. Este es un patrón que ya le resulta familiar, pues ha sido trabajador migrante desde los 14 años.

En los 24 años que han pasado desde entonces, se ha casado y formado una familia, la cual entiende la realidad de la situación; sin embargo, hay ocasiones en que sus hijos y esposa desearían que Celso estuviera en casa para ayudarles a enfrentar las dificultades de la vida cotidiana.

“A veces, el bebé se enferma y es difícil para mí”, dice Daisy. “Le tengo que llamar para que venga a la casa”

Afuera está oscuro y las calles de Mérida vibran con luz, música y el ocasional rugido de un motor diesel.

En una calle semicurva, frente a una industria cercada, se encuentra una casa grande. Al interior, las paredes blancas están vacías; ninguna foto familiar o trofeo adornan la superficie. La casa sólo tiene lo básico y esencial: utensilios de cocina, un refrigerador, una estufa de gas y una sola mesa con cuatro frágiles sillas de madera.

Un rechinido metálico se cuela al interior, apenas si se escucha por el zumbido de los ventiladores. Celso cruza la puerta después de un largo día de trabajo. Comparte la casa con su hermana y sus dos primos. Esta noche comerán unas tostadas.

Hoy es miércoles. Han pasado tres días desde la última vez que vió a Daisy, Jesús, Gustavo o a la pequeña Aylin, pero aún conserva una gran sonrisa en el rostro, pues acaba de finalizar una llamada con su esposa.

Celso mece sobre su rodilla al pequeño hijo de su primo como lo ha hecho antes tantas veces con sus propios hijos; platica con su primo acerca de la variedad de pescados y mariscos frescos en Mérida en esta época del año.

Sus dos hogares son muy diferentes. En Tunkás, las paredes del recibidor están tan tapizadas de fotografías de beisbol, de la boda de Celso y Daisy y de los niños, que apenas se asoman algunos pedazos de la pared amarilla. En Mérida, las únicas cosas presentes en la sala son las botellas de Coca-Cola “retornables”.

La casa en Mérida es un lugar de transición, mientras que la de Tunkás se mantiene inalterable. No obstante, en los próximos años es muy probable que esa dinámica cambie.

Ya ha pasado el mediodía y el sol está incesante. Los aficionados se retiran de las gradas en oleadas atraídos por la colección de autos, motos y bicicletas estacionados en las afueras del campo. Un partido apretado a cuatro entradas se volvió pan comido para los Guerreros, quienes remontaron hacia una victoria de 17 a 5.

Celso y su familia se quedan en el dugout después de la victoria; saborean tacos de carne de cerdo cocida a fuego lento con frijoles en pequeños platos de unicel.

Es un ritual que sigue la familia después de un partido. Ganen o pierdan, después de cada juego, Celso trae comida abundante para su equipo y su familia.

Aún con su jersey morado puesto, Celso sirve Pepsi helada en pequeños vasos transparentes con una sonrisa en el rostro. Estos son los momentos por los que vive — tranquilos instantes con sus seres queridos, por quienes trabaja tan duro durante la semana

“Lo que les estoy enseñando, redituará en algo positivo, en cosas que les pueden enseñar a su vez a sus hijos”.

En un par de años, planea mudarse a toda su familia a Mérida. Jesús y Gustavo ya han pensado en el tipo de trabajo que conseguirán cuando vayan a la capital; buscan seguir el ejemplo de su padre.

Ellos jamás dejarán el beisbol o el pueblo de Tunkás. Al igual que su padre, planean trabajar en la ciudad y volver a casa los fines de semana para estar listos para el partido.

“Si ellos siguen mi ejemplo, yo seré el padre más orgulloso del mundo”, dice Celso con una sonrisa pícara. “Lo que les estoy enseñando, redituará en algo positivo, en cosas que les pueden enseñar a su vez a sus hijos”.

Como padre y entrenador, él se encuentra en la primera base, incitándolos a tomar la segunda, donde él sabe que estarán a salvo.