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El Corazón de México

caras desconocidas

Historia por Anjulie Van Sickle

Carolina Madero Canche tuvo que esperar nueve años, prácticamente toda su vida, para conocer a su padre.

Hacía ya varios años que Jose prometía a sus hijas, Carolina y Lucely, de nueve y 11 años respectivamente, que regresaría, para Navidad, para San Valentín, para la fiesta del pueblo; no fue sino hasta un caluroso día de junio que por fin volvió.

Carolina recuerda aquel domingo por la tarde, en que escuchó un rugir de motor, el de la camioneta de su abuelo estacionándose frente a la casa. Saltó de la cama y corrió a tumbos hacia la puerta, dejó su tablet a un lado y un juego a medias – que nunca terminaría. Su estómago sentía mariposas y sus pies saltaban de la emoción.

AUn hombre – quien hasta ese momento sólo había visto en fotografías— cruza la puerta. Corre, lo abraza, llora: “Papá, ¡te quiero mucho! Estoy feliz de que hayas vuelto, ¿por qué tardaste tanto?”

José Madero Pech carga a la más pequeña de sus hijas y entra a su hogar por primera vez; batalla para contestar la pregunta.

Un hombre, solamente visto antes en fotos, cruza la puerta. Corre, lo abraza, llora: “Papá, ¡te quiero mucho!”

José partió rumbo a Estados Unidos; dejó a su esposa, Raquel, con siete meses de embarazo de su hija menor. Pasó nueve años trabajando para mandarle dinero a su familia. Vivió con su hermana, cuñado y sobrinos, mientras trabajaba en un auto-lavado en Inglewood, California. Se fue para ganar dinero y construir un hogar digno, donde las niñas pudieran crecer.

La casa verde lima, la cual emula una casa de playa en California, se postra frente a un pequeño jardín de juegos en Tunkás. Los niños corren, gritan, juegan en las calles entre el polvo y el asfalto.

Bicicletas oxidadas recorren las calles mientras el sonido de los vendedores ambulantes llena el cuadro multicolor, de casas rosas, amarillas y azuladas.

Las niñas extrañaron a su padre. Raquel recuerda que las niñas le preguntaban si venía en burro, o por qué se tardaba tanto en llegar.

“Me perdí el verlas crecer”, dice José. “No vi nacer a Caro, sus primeros pasitos, sus primeros días de escuela”.

Según el IndeMaya, la migración estimada de Yucatán a los Estados Unidos es de 150 mil personas. Las principales industrias en el pequeño pueblo de Tunkás son la miel, la agricultura y la migración, entre otras cuantas actividades.

Video producido por Jeff Woo

José Madero quería una vida mejor para su familia. Con tan pocas oportunidades para él en Tunkás, Madero tomó la difícil decisión de emigrar a Estados Unidos, donde podría ganar salarios más altos. En el 2005 dejó detrás a su esposa embarazada y su hija de un año, y se mudó a Los Ángeles, California. Durante los siguientes nueve años, sólo conoció a sus hijas a través de fotos y conversaciones telefónicas.

El dinero que Madero ganaba desde el extranjero fue suficiente para construir una casa para su familia en Tunkás. En el verano de 2015, por fin regresó con su familia; abrazó a sus dos hijas por primera vez: para Carolina, la menor, fue el primero en su vida; para Lucely, fue el primero que ella recuerda. Madero ahora lucha por encontrar su identidad como padre de las niñas a quienes apenas conoce. La familia está aprendiendo a vivir con sacrificios.

“El dinero que ganas sólo alcanza para comer”, dice Raquel.

La construcción de la casa fue muy lenta. Si él hubiera regresado antes de acabarla, muy probablemente la hubiera podido terminar.

Regresar de visita significaba poner en riesgo su retorno al cruzar la frontera con el peligro multiplicador del crimen organizado binacional y el patrullaje de la policía fronteriza.

José fue por primera vez a Estados Unidos cuando tenía sólo 17 años, y regresó 14 años más tarde tan pobre como se fue.

Raquel, casada apenas dos años antes, recuerda haber reprendido a su esposo antes de que se marchara a Estados Unidos, pues en su primer viaje no hizo ahorros.

Ella ya tenía siete meses de embarazo, y Carolina estaba por nacer.

“Si te vas y haces lo mismo que la primera vez, mejor quédate”, le dijo.

“Quiero ir y hacer una mejor vida para nosotros”, le respondió él.

Fotos por Laura Jarriel
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Sin su esposo, Raquel tuvo que criar sola a una recién nacida y a una pequeña de dos años y medio. Aunque José llamara cada semana, se tuvo que acostumbrar a estar sola.

La familia ha tenido una vida cómoda, pero se perdieron la oportunidad de tener un padre.

Antes de que se fuera, José solía llevar a su hija de dos años, Lucely, a pasear por el pueblo; les gustaba estar juntos, aunque Lucely dice no acordarse.

"Me hubiera gustado que se quedara con nosotros", dice Lucely.

Raquel solía decirles a sus hijas lo amable que era su padre, pero ellas querían que él estuviera con ellas.

“Quería que mi papá me subiera al juego mecánico, pero no vino”, dice Carolina. “Esa vez me enojé mucho con él”.

José estaba presente cada semana vía telefónica, sin embargo esto no era suficiente para remplazar su ausencia física.

Remplazar su ausencia física
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José se había ido. Las niñas necesitaban un padre. Raquel y sus dos hijas viveron con su suegro durante siete años hasta que la casa se terminó de construir. El abuelo asumió la figura paterna.

“Fui como un padre para las niñas”, Eriverto, padre de José, dice. “Me tienen el respeto de un padre”. Las niñas y Raquel vivieron con Eriverto en su pequeña casa de dos cuartos; mientras ellas dormían en hamacas en el cuarto, su abuelo colgaba la suya en la cocina.

Adentro de la casita verde lima, un domingo por la tarde, la familia se pasa el rato en diferentes cuartos.

Cada habitación está señalada con el nombre de su habitante, y una flecha indica donde se encuentra su cuarto: "Luci", "Caro" y "Mamá y Papá". La dirección del cuarto de los padres fue escrita cuatro años atrás, mucho tiempo antes de que José siquiera durmiera ahí.

Raquel llama a las niñas para que acaben de estudiar para sus exámenes del día siguiente. Lucely se mece en su colorida hamaca, justo enfrente de su cama llena de princesas de Disney (en la que nunca duerme). Carolina está acostada boca abajo en la otra habitación; con los pies descalzos patea el aire y lee en voz alta las instrucciones de su libro de español.

Desde que José regresó a casa, las dos niñas le piden que las lleve a jugar voleibol, basquetbol o futbol, con los balones que José les trajo de Estados Unidos. Para malestar de Raquel, ellas casi siempre prefieren salir a jugar antes que hacer su tarea; si se lo piden, él siempre dice que sí. Los cuartos de las niñas están llenos de princesas de Disney, Barbies rubias, moños para el pelo, ropa y peluches, y crayolas, colores, lápices y tabletas esparcidos en el escritorio. La repisa está adornada de fotos de las niñas y recuerdos enviados de Estados Unidos. Desde sus cuartos se escucha el zumbido del refrigerador.

“Desde que regresó me siento como otra persona”, dice Lucely. “Siento como si estuviera creciendo”.

Todo se compró con el dinero enviado por José.

Sus hijas solamente conocen a José por su voz y por los juguetes que les envió mientras estuvo ausente.

“Pienso que como ya se fue tanto tiempo, las está compensando”, dice Raquel. “No les puede decir que no porque ya se fue nueve años”.

José y Raquel se han llevado bien desde que él regresó. Se sienten libres.

A veces uno sale, el otro se queda, otras veces salen juntos.

La presencia de José en la casa ha causado un gran impacto en la vida cotidiana de Raquel y las niñas.

“Desde que regresó me siento como otra persona”, dice Lucely. “Siento como si estuviera creciendo”.

Aunque el dinero que José ahorró en Estados Unidos en algún momento se acabará, la familia no se formó con base en el deseo por el dinero.

“No les puede decir que no porque ya se fue nueve años”.

Cuando José le propuso matrimonio a Raquel hace poco más de una década, le dijo que no tenía dinero suficiente para una boda grande y elegante. Ella le contestó que no le importaba eso—sólo estar con él. José también sabe lo trascendente que es estar ahí para sus hijas.

“Pienso que el dinero, sí, sí lo necesitas, pero es más importante tener el cariño de un papá,” dice.

Para su hija, su regreso es el más claro ejemplo del poder de un deseo.

“Nací el 19 de marzo”, dice Carolina. “Cuando cumplí nueve años, pedí con mi pastel que mi papá regresara, por eso él vino”.

La familia se despierta todos los días antes del amanecer. Con el cabello mojado y los pies descalzos, las niñas se escabullen a la cocina bajo la luz flourecente.

Carolina se cuelga al hombro su mochila rosa con morado. Lucely se cruza su mochila de cartero por el cuerpo. Las dos niñas siguen a su papá y emprenden su camino sin decir una sola palabra.

José carga las botellas de agua de sus hijas mientras se topa con viejos amigos en las calles de Tunkás. La brisa mañanera los recibe en cuanto cruzan la calle hacia el zócalo del pueblo. El cielo empieza a clarear, mientras el sol por fin se asoma en el horizonte.

Traducido por David Cortinas
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“¡Buenos días!”, les dice a todos los que se topa en las calles.

“Buenos días!”, le responden, como si nunca se hubiera ido.

Llegan a la escalinata de la primaria. Las niñas le sonríen a su padre antes de darse la vuelta, justo antes de subir las escaleras de piedra hacia el inicio de otro nuevo día. José regresa a su casa, construida con el dinero que ganó en California. Sabe que las verá en un par de horas.