ES | EN

El Corazón de México

Ni de aquí
ni de allá

PorGreta Díaz

Betty Uicab es una extranjera en su propia tierra. Usa jeans pegados, blusas transparentes, lentes de contacto azules, y habla con un marcado acento texmex (mezcla de texano-mexicano). A pesar de que nació en Tunkás, creció en Estados Unidos. Incluso, durante muchos años, llegó a pensar que México no era su hogar.

“Ahora puedo decir que me siento parte de este pueblo, que yo nací aquí, que pertenezco a este lugar, que la gente de aquí es mi gente”, dice Betty. Hace dos años que regresó a Tunkás, desde que fue deportada de Dallas.

“Buenas tardes”, le dice a algunos de sus vecinos mientras sus pulseras y anillos de oro tintinean al agitar su mano. Joyería ostentosa como ésta es algo que la mayoría de las mujeres de Tunkás no pueden comprar, sobre todo si quieren alimentar a sus hijos todos los días.

A diferencia de la mayoría de las mujeres en Tunkás, quienes se trasladan en el pueblo con uno o dos de sus hijos en una misma bicicleta, ella hace sus traslados en una Jeep color arena. En Tunkás, esta camioneta sobresale como si fuera un camión de bomberos.

Mariposas amarillas y verdes revolotean en el aire caliente y húmedo de carretera que lleva a Tunkás. Los migrantes pueden disfrutar de este colorido desfile cuando regresan a casa, si es que vuelven. Betty Uicab conoce este patrón demasiado bien.

A la edad de 34 ya ha tomado esta carretera dos veces camino a Estados Unidos. En ambas ocasiones para encontrarse de vuelta en Tunkás después de haber sido deportada, según documentos federales de Estados Unidos.

La última vez regresó con el corazón roto debido a que su hijo Anfronee, nacido en Estados Unidos, se negó a dejar su país. Él ahora vive en Carrollton, Texas.

Producido por Greta Díaz G.V.

A la edad de 34, el sueño de Betty Uicab es volver a ver a su hijo adolescente, poder abrazarlo y besarlo. “Le dije que viniera a terminar su escuela acá. Yo iba a hacer lo que fuera para que él viviera bien aquí”, dice Betty mientras los ojos se le llenan de lágrimas. “Él me dijo, ‘no, mamá. Soy estadounidense. No puedo ir allá. Simplemente no es para mí’

Después de haber sido deportada dos veces de Estados Unidos a México, Betty no puede regresar. Al hacerlo se arriesgaría a una sentencia en prisión por parte de las leyes inmigratorias de Estados Unidos. Betty nació en México pero creció en California y Texas, donde nació su hijo. Ahora, alejada de él por una frontera internacional, se ve obligada a rehacer su vida en el pequeño pueblo migrante de Tunkás, su pueblo natal.

Betty trabaja en una cantina y le manda dinero a su hijo, quien vive en Carrollton, uno de los suburbios de Dallas, Texas. Las únicas conexiones que tienen son llamadas telefónicas o mensajes de texto. Betty quisiera poder ver en persona cómo su hijo crece, no solamente a través de fotografías que él le manda. Betty finalmente ha aceptado que su hogar es México, mientras que su hijo está en Estados Unidos. Pero su corazón no está ni aquí, ni allá.

En la actualidad Tunkás depende de la migración. Los trabajos mal pagados han forzado a que el 40 por ciento de su población migre para encontrar un ingreso más alto. Algunas personas trabajan en Mérida o en los pueblos turísticos de Quintana Roo, Cancún y Playa del Carmen, únicamente para regresar los fines de semana. Algunas otras, como la familia de Betty, decide ir en busca del “sueño americano” y viajan 4 mil 235 kilómetros para llegar al país vecino, Estados Unidos. .

El papá de Betty, Tomás Uicab, fue el primero en irse. Dejó Tunkás por su cuenta en busca de una mejor vida para él y su familia. Después de algunos meses, las llamadas cesaron y dejó de mandar dinero a casa.

En un acto de desesperación, Doña Rosario León, la madre de Betty, se fue a California con su hija más chica, Araceli, en busca de su esposo y de la mejor vida antes prometida. Después de encontrar y sorprender a su marido, decidió regresar y recuperar a los hijos que había dejado en México.

Betty, quien tenía seis años en ese entonces, recuerda haber cruzado la frontera con su madre y hermanos.

Rosario atravesó la frontera con cinco de sus hijos y dos amigos. “Nos dijeron que nos sujetáramos de las manos y no nos soltáramos. Nos trataron como niños”, dice Betty mientras sonríe al recuerdo de caminar a través de la playa de Tijuana pensando que era algún tipo de juego. Pero no lo era.

Cuando Betty tenía 13 años, sus padres ya eran residentes legales en California. Ahora eran seis hijos, la más joven nacida en Estados Unidos. La familia vivía en un ambiente donde las pandillas y las drogas amenazaban a sus hijos, así que se mudaron a Texas. Esperaban una ciudad más segura y una vida mejor, con carreras y no sólo trabajos.

Aun así la familia tuvo que hacer esfuerzos. Doña Rosario hacía malabares con los trabajos simultáneos que tenía y no podía pasar mucho tiempo con sus hijos durante una etapa vulnerable de su madurez.

A los 17, Betty se convirtió en madre y esposa. Ella y su marido, Marvin Díaz, trabajaban, cada uno, en tres empleos al mismo tiempo para poder mantener a su pequeña familia. Ella aceptaba dobles turnos cada vez que podía; emulaba el esfuerzo que su madre había hecho algunos años atrás para que su hijo, Anfronee, tuviera una buena vida.

Todo terminó en el 2006 cuando Betty se encontró con serios problemas legales. Fue acusada de “entrega ilegal de substancia controlada”. Betty niega todos los cargos, pero fue deportada después de pasar 30 días en la cárcel y de que le revocaran sus papeles de inmigración. Una mañana, a la 1 a.m., la pusieron en un camión rumbo a Laredo y cruzó el Río Bravo.

“Nos dijeron que nos sujetáramos de las manos y no nos soltáramos”, dice Betty Uicab acerca de su viaje al Norte con su familia.

La vida de vuelta en México no fue fácil. No hablaba muy bien español. Betty ni siquiera sabía cuáles camiones debía tomar para dirigirse al sur, al lugar de origen de su familia, de vuelta a la península de Yucatán. Con ayuda de su familia, logró llegar a Tunkás, el pueblo donde nació. Pero se sentía como una intrusa.

Después de algunas semanas, se dio cuenta que no quería vivir alejada de su hijo quien, por cierto, para ese entonces tenía ocho años. Su esposo, Marvin, se quedó en Texas pero mandó a Anfronee a México.

Después de tres meses, Marvin le pidió que regresara. Estaba enfermo y necesitaba a su esposa e hijo a su lado.

“Así que decidí regresar”, dice Betty. “Fue un gran error, re-entré ilegalmente”. Cruzó por Juárez. Anfronee era ciudadano estadounidense, así que alguien más lo acompañó para que pasara legalmente el puesto de inmigración.

Betty recuerda haber estado asustada. No podía cometer ningún error o terminaría de vuelta en la cárcel. Como muchos migrantes solían hacerlo, Betty pagó para usar los papeles de alguien más y poder cruzar al otro lado. Los papeles falsos mostraban a una mujer que se parecía mucho a ella. Eso fue suficiente para lograr que pasara al otro lado de la frontera.

Después de algunas horas de angustia, la familia de Betty estaba de nuevo reunida en Estados Unidos.

Ella jamás se hubiera imaginado lo diferente que sería su vida de ahí en adelante. El lugar que había sido su hogar durante muchos años ahora parecía completamente diferente. Le daba miedo hacer las actividades de todos los días. Manejar, trabajar, nada era seguro. En cualquier momento la policía podía llegar por ella y ponerla de nuevo tras las rejas, o peor aún, regresarla a México

Conforme pasaron los años, Betty superó esos miedos y regresó a trabajar. Marvin seguía enfermo y la extraña enfermedad hacía que empeorara día con día. Le dolían los huesos, pero los doctores no sabían qué tenía.

“[Marvin] me dijo que tenía cáncer cuando le quedaban únicamente tres meses de vida”, recuerda Betty mientras su voz se quiebra. El 30 de junio del 2011, Marvin falleció. Desde entonces, Betty tuvo que criar sola a su hijo.

El 27 de enero del 2012, Betty salía de su trabajo, todavía vestida con su uniforme. En el estacionamiento del restaurante, mientras calentaba el coche, dos policías tocaron en su ventana. Después de interrogarla durante largo tiempo, le pidieron sus papeles. No tenía ni licencia para conducir ni seguro.

Betty fue acusada por posesión de substancias controladas, pero niega ser culpable. Registros legales del condado de Dallas muestran que posteriormente los cargos fueron retirados. Sin embargo, fue deportada por oficiales federales de inmigración debido a que había re-entrado al país después de haber sido expulsada y ahora, según Betty, se encuentra vetada del país durante diez años. .

El temor más grande de Betty Uicab acababa de suceder – era alejada de su hijo y puesta en proceso de deportación.

A la edad de 34 ya ha tomado esta carretera dos veces camino a Estados Unidos. En ambas ocasiones para encontrarse de vuelta en Tunkás después de haber sido deportada. La última vez regresó con el corazón roto.

Betty fue una de las 23 mil 148 personas que fueron condenadas por reingreso durante el 2011, año que tuvo el número más alto de dichas condenas en al menos la última década, según el departamento de Acceso a Informes Transaccionales de la Universidad de Syracuse (Transactional Records Access Clearinghouse at Syracuse University).

“Llamé a mi hijo y le dije que ya no iba a estar con él, fue muy duro porque acababa de perder a su papá”, dice Betty. Estuvo un año tras las rejas. Durante esos 12 meses leyó libros, fue a la escuela y estuvo en tres trabajos diferentes en prisión. Trabajó como personal de elevador, en visitas y en vigilancia de suicidios.

La soledad dominó su vida ese año. Su familia la visitaba de vez en cuando, pero su hijo no. Betty todavía guarda las cartas que él le mandó a ella durante ese tiempo.

Finalmente fue deportada en el 2013. Por segunda vez tendría que encontrar el camino de vuelta a Tunkás. Esta vez fue mucho más fácil que en el 2006. Ahora hablaba español casi perfectamente y sabía cuál ruta debía tomar.

Esta vez sus compatriotas no fueron muy acogedores. Fue asaltada en Monterrey en su camino de regreso a la península de Yucatán.

Betty sabía que esta vez no tenía otra opción más que quedarse en México. Habló con su hijo por teléfono: “Le dije que se viniera acá para terminar la escuela, que yo iba a hacer lo que fuera para que él estuviera aquí y viviera bien”, dice Betty mientras los ojos se le llenan de lágrimas. “Él me dijo: ‘No, mamá, yo soy estadounidense, no puedo ir para allá, simplemente no es para mí, mamá”.

“Le dije que se viniera acá para terminar la escuela. Él me dijo: ‘No, mamá, yo soy estadounidense, no puedo ir para allá, simplemente no es para mí, mamá”.

Ahora Betty trabaja en el Bronco Shot Bar, una de las cantinas más populares de Tunkás. Los hombres se sientan por horas con cervezas Corona, limones y sal sobre las mesas. De vez en cuando alguien se levanta para poner música en la vieja rocola roja que se encuentra al fondo de la habitación. Cinco pesos por una canción, diez por tres.

Las paredes de la cantina están decoradas con placas automovilísticas de Texas, California y Washington junto con fotos de mujeres semidesnudas y decoración de cabalgata. Es inusual ver a una mujer en la cantina, con excepción de aquellas imágenes colgadas en las paredes y Betty detrás de la barra. Ella es quien le sirve las bebidas a los hombres.

La mayor parte del tiempo está acompañada por el dueño de la cantina, su segundo marido, quien es conocido como “El Bronco”.

La vida en Tunkás es muy diferente a la vida en Texas. Todo es mucho más relajado. Betty ocupa sus días limpiando la casa y trabajando en la cantina. Vestida con la ropa que sus hermanas le mandan desde Estados Unidos, va a cualquier lado a donde vaya su esposo. Spanglish es el idioma que más se habla entre ellos y cuando cada uno habla con sus hijos. “El Bronco” dejó ocho hijos en Estados Unidos, donde él también fue migrante.

La pareja vive en una casa grande color verde que fue construida con recursos provenientes de la migración. La gente del pueblo nota la diferencia entre las casas de las personas que tienen un migrante en la familia y los que no. Las “casas de migrantes” están hechas con ladrillos y cemento, generalmente pintadas de colores brillantes. El resto de las casas, la mayoría localizadas lejos del centro del pueblo, son pequeñas palapas de madera con techos de paja y con jardines llenos de vegetales.

En esta familia migrante, el dinero circula en dirección contraria.

Tanto Betty como “El Bronco” mandan respectivamente dinero a sus hijos al país vecino. Anfronee, ahora de 17, recibe cada mes dinero de su madre para vivir de forma independiente en Carrollton, Texas.

Hace poco, Anfronee dejó la casa de su tía para irse a vivir con sus amigos. Betty siente que, para ser una buena madre, enviar dinero no es suficiente. Ella quisiera poder estar ahí para arreglar cualquier problema que su hijo tenga.

Betty y Anfronee hablan por teléfono y se mandan mensajes de texto todos los días. Por medio de fotografías que él le manda y las redes sociales, Betty ha visto cómo su hijo se convierte en hombre en los últimos años.

“Mi sacrificio es quedarme en México para que él pueda venir a visitarme. Así al menos podré abrazarlo y besarlo”, dice Betty. La última vez que vino de visita fue en noviembre del 2014 después de que ella tuvo un accidente.

El mayor sueño de Betty es tener una visa estadounidense para poder visitar a su hijo. Ella quisiera poder estar en Texas para su graduación, para su boda o simplemente para conocer a los nietos que probablemente tendrá en unos años. Pero sabe que es muy poco probable que esto suceda.

Anfronee dijo que, cuando cumpla 21 años, peleará por los papeles de su madre, pero Betty sabe que regresar a los Estados Unidos de manera legal será muy difícil.

Mis sentimientos suena en la cantina – una canción pegajosa del grupo Los Ángeles Azules que habla de abandono – mientras Betty juega cartas con “El Bronco” y dos de sus clientes más regulares.

Cuando los hombres se acercan a rellenar su bebida, “El Bronco” les da una caguama, como se le conoce en México a las cervezas de casi un litro. Betty recibe el dinero y lo guarda; apenas habla con la gente. Juegan una mano de cartas tras otra. La apuesta es de diez pesos cada juego; nadie lleva cuenta sobre quién ha ganado más manos.

De vez en cuando Betty se le queda viendo ansiosamente a su teléfono o escanea tristemente la cantina como si estuviera buscando a alguien. Finalmente regresa a los aces, jotas y ochos en su mano.