LOS DESPLAZADOS DE VALLE

Escrito por Karina Roldán
Video por Alice Nalepka & James Coreas

La familia Ponce solía trabajar la tierra. Cosechaban frijoles, trigo, maíz y chícharos, antes de que la tierra se desvaneciera de repente frente a ellos.

Por más de 40 años, la vida de los once miembros de la familia fue sencilla. Dejaron su hogar en 1947, cuando el Gobierno federal construyó una presa en este montañoso pueblo en el oeste del Estado de México.

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Actualmente la mayoría de las familias de Valle de Bravo vive del turismo. Los fines de semana el tránsito aumenta, los bares abren hasta la madrugada, la presa se convierte en escenario de deportes acuáticos. La presa que años atrás desplazó a muchas familias es la misma que ahora atrae a extranjeros y familias adineradas de México.

Los Ponce, quienes nunca se habían aventurado lejos de casa, fueron abruptamente expuestos al mundo. Después de 60 años, no se han recuperado de su pérdida. “La presa nos fue aventando para arriba”, dice Irma, “Muchos en el pueblo murieron de la pena”.

Desde entonces han buscado un hogar. Primero fueron a la montaña de la Peña y luego a las orillas del pueblo, pero no pudieron encontrar un lugar en el que se sintieran cómodos. En momentos de gran transformación – política, social, económica – los Ponce se han aferrado el uno al otro para bien o para mal.

Desde hace seis años los Ponce viven en una casa prestada. Carolina, de 73 añoss, su madre Jobita (93), sus hermanas Irma (64) y Josefina (68), y su hermano Manuel (70). Dependen de la solidaridad de los vallesanos, quienes se reconocen y se apoyan.

Nunca han tenido una casa propia. Ésta es la segunda vez que pierden su hogar. La primera fue en la década de los 40, cuando cerca de tres mil hectáreas de tierras agrícolas fueron inundadas para construir la presa hidroeléctrica que ahora suministra agua a la Ciudad de México. Muchos nativos se fueron del lugar. “Decían que si aquí nos quedábamos nos moriríamos de hambre”, dice Jobita.

Encontraron hogar en la Peña, los dueños prestaron la tierra a los Ponce con la condición de que sembraran y les entregaran una tercera parte de la cosecha.

Hace diez años la Peña era una zona habitada sólo por nativos de Valle de Bravo. Pequeñas casas salpicaban la rocosa zona. Los niños subían a la punta de la montaña y aventaban piedras que al chocar con las rocas simulaban el sonido de una campana.

Rápidamente grandes casas fueron llenando el lugar. Personas con recursos económicos comenzaron a comprar a bajos precios las tierras que pertenecían a los nativos, a quienes no les quedó otra opción que aceptar el dinero en efectivo que les ofrecían. La Peña fue el lugar perfecto para construir sus casas de descanso con excepcional vista al lago. A los niños se les prohibió lanzar piedras pues ahora caían en las albercas de las nuevas y grandes casas.

El dueño vendió la tierra y los Ponce se tuvieron que ir. Se mudaron a Colonos hace siete años, una colonia en la punta de una montaña. Llevaron consigo lo poco que tenían, incluso las macetas azules que ahora adornan el jardín.

“La presa nos fue aventando para arriba”, dice Irma, “Muchos en el pueblo murieron de la pena”.

Irma es quien siembra y riega las plantas. Flores moradas y rojas, un árbol de granada y una planta de jitomate crecen justo en medio del jardín de la casa. Hace lo mismo que años atrás en ese pequeño pedazo de tierra.


Es mediodía en Valle de Bravo. El sol comienza a calentar la mañana húmeda que dejó la lluvia. Irma, de cuerpo diminuto, atranca la puerta del zaguán con una piedra. En la entrada coloca una mesa y sobre ella una charola de cerveza “Victoria” con bolsitas de pepitas doradas que vende a cinco pesos. Se sienta en una silla de madera y palma. Ve pasar a un auto que salpica de lodo a una madre que camina de la mano con su hija. Al poco rato su hermana Josefina sube las escaleras y sin decir palabra se sienta. Un niño se acerca y compra una bolsa de pepitas. Pasan el resto de la tarde en silencio.

Irma sale a comprar las pepitas todas las mañanas. Las limpia y las deja secar al sol durante la tarde para después tostarlas con sal en el comal. El kilo cuesta 50 pesos – 13 pesos con 77 centavos menos que el salario mínimo –. A veces no le alcanza y tiene que pedir prestado. Hay días en los que no hay nada para llevarse a la boca.

“En el campo teníamos que comer y eso era la felicidad”, dice Irma. “Aquí no tenemos nada, estamos en una jaula”.

La pérdida dejó en todos un gran vacío. Añoran el campo – su hogar – que cosecharon por 43 años. “Mi papá se quedaba sentado sin hacer nada”, recuerda Irma, “a veces se ponía a cortar leña”.

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Bernardino Ponce quedó huérfano desde pequeño. Toda su vida fue un hombre pobre y trabajador; un padre y esposo estricto. Carolina recuerda el día cuando su padre murió, tenía 94 años. Habían pasado tres años desde que llegaron a Colonos. Era jueves Santo; ella y su hermana Josefina regresaban de misa cuando encontraron a su padre en cama. “Se le fueron acabando las fuerzas”.


Es domingo y el cielo está despejado. Manuel entra a la cocina; viste un pantalón azul con parches negros, botas de hule y una gorra sucia.

Montones de madera están apilados y recargados sobre una pared de tabiques. Con un movimiento lento toma uno de los trozos de leña y lo pone en el suelo. Toma el machete con ambas manos, lo levanta por encima de su cabeza y parte la madera en dos.

Josefina entra a la cocina con pies descalzos y una bola de masa en las manos. El techo de lámina mantiene oscura y fría la habitación. La leña ya arde en el horno de cemento. El humo invade el espacio. Remoja la masa y separa ágilmente un trozo con la piedra del metate. Lo amasa con sus húmedas manos hasta formar una plasta delgada. Después la pone al fuego y la voltea un par de veces. Poco a poco la tortilla se infla y Josefina la pone en una cesta de palma. Cuando cumplió ochos años aprendió a hacer tortillas. Sus manos eran tan pequeñas que se machucaba con el metate.

Baja las escaleras con la canasta de tortillas. Entra a una habitación casi vacía; sólo hay unas sillas de madera cuidadosamente alineadas junto a las paredes. En una esquina sobresale un pequeño altar. La imagen de la Virgen de Guadalupe, las flores blancas y la veladora son la única decoración del lugar.

Sus hermanos y madre ya están sentados alrededor de la mesa; hay una cazuela con frijoles, unos chiles en vinagre y unos plátanos que una vecina les regaló. Josefina le acerca una tortilla a su madre. Se entienden sin decir palabra. La comida transcurre en silencio.

Los días transcurren lentamente para la familia Ponce. Su rutina es sencilla y propia de otra época.

Pasan de las 11 de la mañana. Irma y Josefina peinan su cabello gris en una trenza fina y larga. Visten sencillos y desgastados atuendos que ellas mismas cocieron. Antes de salir de casa colocan sobre sus hombros un rebozo gris y a paso apresurado se dirigen a la iglesia. La misa comienza a la una.

Las calles empinadas del pueblo hacen cansado el recorrido. Caminan entre los taxis que entorpecen el tránsito. Los turistas se detienen a tomar fotografías con su iPhone.

En un puesto de flanes afuera de la Catedral encuentran a una prima a quien apenas recuerdan. Lupita, les recuerda su nombre. Le explican que su madre Jobita ya no puede ver ni caminar, y que por eso ya no sale de casa.

Entran a la iglesia. Los rebozos cubren su cabeza. Se sientan en diferentes bancas; una alejada de la otra. Ambas se hincan y rezan el tercer misterio del rosario.

Desde niños van a misa todos los domingos. Agradecen a Dios todo lo que les da “aunque no lo puedan ver” dice Josefina.

La iglesia era al único lugar al cual se les permitía salir; incluso “cuando íbamos a misa nos tenían contadas las horas” recuerda Josefina.

Los cuatro hermanos mayores siempre han estado juntos. Nunca se casaron. Sus padres fueron más estrictos con ellos que con los más jóvenes. Las reglas eran más duras y el trabajo más arduo. Sus padres nunca les permitieron tener amigos. Fue una vida llena de prohibiciones y aislamiento. No conocían nada más que lo que sus padres y la iglesia les inculcaron.

Al crecer decidieron ser fieles a sus padres y hoy permanecen a su lado. “Los más chicos se rebelaron”, dice Josefina, “nosotros no”. Para ellos respetar a sus padres es un mandamiento que tienen muy claro.

Los cinco hermanos menores también viven en Valle de Bravo. Ellos se fueron de casa cuando aún eran jóvenes. Antes de que Bernardino muriera fueron a pedir perdón a sus padres. Ahora visitan a su madre cada quince días. Llevan comida y medicina.

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Josefina lava la ropa en una piedra, asemeja a las mujeres que solían lavar en la orilla de los ríos décadas atrás en México. Carolina desarruga sus vestidos con una plancha de hierro que calienta en el comal. Los días transcurren lentamente para la familia Ponce. Su rutina es sencilla y propia de otra época.


Hoy el cielo está nublado. La luz tenue del sol se refleja en los charcos de agua. Las pepitas siguen húmedas sobre un costal verde. Irma, Josefina y Jobita están sentadas en el patio. Manuel está parado junto a la puerta con un pequeño libro eucarístico en las manos. Se asoman a ver los autos y a la gente que pasa. Carolina se sienta en el jardín a bordar. Al poco rato Irma se duerme en la silla.

Las primeras gotas de lluvia comienzan a caer. Jobita se levanta con dificultad de la silla, Josefina se acerca y ayuda pacientemente a su madre a bajar escalón por escalón. Los cuatro hermanos envejecen y crece el miedo a la soledad. No tienen nada, sólo cuentan con ellos mismos. Juntos intentan hacer de esa casa un hogar. Sin dinero, sin trabajo, sin fuerza, ¿a dónde más pueden ir?

Al final, sólo en el cementerio podrán descansar. “Ojalá de aquí nos lleven al panteón”, dice Jobita, “esa será nuestra casa y de ahí ya nadie nos mueve”.

Tierra perdida

En 1947 el gobierno federal mandó a inundar grandes porciones de tierra en Valle de Bravo para la construcción de una presa, lo cual dejó a la familia Ponce sin un hogar. Desde entonces, cuatro hermanos que nunca se casaron y su anciana madre han logrado sobrevivir vendiendo pepitas y aferrándose el uno al otro.


Irma, de 64 años, es la más joven de los hermanos Ponce; quienes viven junto con su madre.

 

Foto: James Coreas


La presa Miguel Alemán fue construida en 1947, cuando se inundó la tierra que se encontraba entre las montañas de Valle de Bravo. Las tierras que alguna vez fueron agrícolas, también fueron el hogar de muchos nativos que vivían de sus cosechas. A pesar de que el lago trajo consigo el turismo a la ciudad, éste también desplazó a muchas familias, incluyendo a los Ponce, del modo de vida al cual estaban acostumbrados.

 

Foto: Alice Nalepka

 


La familia Ponce –de izquierda a derecha–: Irma, Josefina, su madre Jobita, Carolina y Manuel. Al ser desplazados de su tierra, su única oportunidad de sobrevivir fue permaneciendo juntos.

 

Foto: Alice Nalepka

 


Jobita, de 93 años, estuvo casada con Bernardino Ponce por más de 70 años hasta que él murió seis años atrás. Se preocuparon de cómo la familia se ganaría la vida fuera del campo, pues la pareja no conocía otra forma de vida y no preparó a sus hijos para un trabajo distinto al agrícola.

 

Foto: James Coreas

 


Irma camina a casa después de moler el maíz para las tortillas, un alimento básico en la dieta de la familia. Todos los días hacen las tortillas desde cero.

 

Foto: James Coreas

 


Algunos días a la semana, Manuel, de 70 años, corta la madera con machete y hacha. La familia depende de una estufa de leña para poder cocinar. Recolectan la madera de los alrededores del pueblo, a veces con la ayuda de sus vecinos, para reponer su suministro.

 

Foto: Alice Nalepka

 


Irma, de 64 años, tuesta las pepitas en la estufa de leña. La familia compra las semillas en el centro del pueblo; deben lavarlas y tostarlas diariamente para después ponerlas en pequeñas bolsas y venderlas.

 

Foto: Alice Nalepka

 


Josefina y Manuel esperan la llegada de un cliente en la entrada de su casa. Los Ponce nunca han tenido una casa propia. Actualmente viven en una casa sin pagar renta a cambio de cuidarla. Dependen de la venta de pepitas para cubrir los gastos de luz y agua.

 

Foto: Alice Nalepka

 


Josefina, de 68 años, recibe el dinero de una bolsa de pepitas. Cada bolsa cuesta 10 pesos. Sólo pueden vender un par de horas al día pues deben cuidar a su madre y realizar otros quehaceres.


Foto: James Coreas


Josefina e Irma están orando en la iglesia. Las hermanas rara vez salen de casa, excepto para ir a misa. La fe constituye una parte importante en la vida de los Ponce. Sus padres quisieron que ellos se mantuvieran solteros en obediencia al quinto mandamiento, el cual dicta: honrarás a tu padre y a tu madre.

 

Foto: Alice Nalepka


«No nos gusta vivir aquí porque nos sentimos extraños y solos», dice Josefina . El cementerio es ahora su única esperanza de estabilidad. «Ahí [en el cementerio] encontraremos un hogar», dice Jobita, «Y de ahí nadie nos va a mover».

 

Foto: James Coreas