LA VIDA EN LAS REDES

Por Byron Thompson
Traducido por Edith Carranza
Video por Jun Ma

El bote de remos, pequeño y robusto, asemeja un viejo pez moviéndose en el agua verde del lago de Valle de Bravo. Las redes amontonadas en la cubierta del barco parecen telarañas que atrapan el crepúsculo.

Con Érika Esquivel de Ponce al timón y, su esposo, José Ponce López, en la proa, el bote se acerca a la siguiente zona de pesca. Él levanta la mano y hace una seña de corte; Érika apaga el motor. El olor a diesel permanece en el aire.

“Si no tenemos nada para comer, puedo ir a el lago y pescar algo. Si no tenemos dinero, puedo pescar, venderlo y ganar algo de dinero”.

“Hay paredes bajo el agua”, dice José. “A los peces les gusta vivir ahí”.

Antes de que los peces nadaran en estas paredes, los agricultores vivían aquí y trabajaban la tierra. Construyeron casas y graneros; sus ruinas permanecen en el fondo del lago. Los abuelos de José y Érika empezaron a pescar a finales de la década de los 40, cuando se creó la presa Miguel Alemán para hacer de Valle de Bravo un lugar turístico. Sus vidas están atadas a costumbres y tradiciones que han cambiado poco en las últimas décadas.

La pesca es una profesión dominada por hombres, pero por generaciones esta actividad también ha dado a las mujeres un sentido de independencia económica. Las madres se han dedicado a esta disciplina, enorgulleciéndose de apoyar a sus familias, incluso en ausencia de un marido. Pero es un trabajo difícil.

De niña, Érika dejó de lado sus sueños e intereses para ayudar a su madre a pescar. “Yo quería ser doctora, pero no se pudo”, dice Érika, “así que hice lo que pude, y eso fue pescar”.

Cuando Érika era más joven, su madre y hermano la enseñaron a pescar. Después de que sus padres se divorciaron no había suficiente dinero para que ella terminara la escuela, pero está orgullosa del arduo trabajo de su madre.

Érika y su marido viven en una casa nueva con vista al lago que planean terminar de construir este año. Ella espera que ninguno de sus cuatro hijos tenga que sacrificar sus sueños. Por lo menos quiere darles la opción de decidir entre dedicarse a la pesca o no.

Érika rema hacia el centro del lago, ve como José extiende una red para tilapia y deja de remar para darle tiempo a su esposo de deshacer los nudos.

José avienta el ancla de la red al agua con un salpicón. Érika enciende el motor y su esposo se le une en la parte trasera del bote. No hablan mucho aunque están sentados uno junto al otro.

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“Es aburrido”, dice Érika mirando hacia adelante por encima del motor.

La mañana siguiente se levantan antes del amanecer para recoger sus redes. Es una buena pesca de charal, el pez más pequeño y común en el lago. Érika sacude la red como si fuera una sábana y los pequeños charales se esparcen en una malla que está en el suelo a los pies de su hijo José Jr. Bajo su mandil manchado, su suéter café tiene el cierre arriba, las mangas hasta los codos y la capucha sobre su cabello negro. Las escamas del pescado hacen que su cara y manos brillen.

José Jr. quita el pescado que queda en las redes. Usa unas pequeñas botas rojas y un sucio mandil blanco. Trabaja en silencio y esboza una sonrisa cuando su madre voltea a verlo. Mientras otros niños están durmiendo o viendo televisión, José Jr. hace todo este trabajo antes de que su tío Cruz lo lleve a la escuela al mediodía.

Socorro, la suegra de Érika, se pone un mandil y se les une. Entonces José sale detrás de la camioneta con dos botes de tilapia y lobina. Echa el pescado en una tina con agua fría y ayuda a vaciar las redes.

Su hija de cuatro años, “Puca”, como le llaman, luce inquieta sentada en un bulto de cemento bajo una lona mientras espera que su madre termine. Ve como algunos charales se retuercen junto a ella en el piso, los recoge y sosteniéndolos con el brazo extendido los lanza a un montón y sacude las manos.

En la misma calle, Jimena de 12 años, la hija mayor de Érika, se encuentra en la escuela, tomando su materia favorita, matemáticas. Un animado parloteo llena el salón mientras la maestra escribe la tarea del día en el pizarrón. Cuando las notas de Jimena no coinciden con las de su maestra, da vuelta a la hoja de su cuaderno y comienza de nuevo. Cambia de lapicero para cada punto, usa una regla para medir y marcar líneas rectas. Una compañera levanta su cuaderno para revisar, le hace una seña de aprobación con el pulgar. Ella domina el salón, es donde Jimena crece.

Más tarde, después de que su madre la llevó a casa, Jimena alza en brazos a su primo, quién grita cuando las hermanas de Jimena, Puca y Camila corren a alcanzarlos cerca del camino empedrado.

“A Jimena le gusta lo que a mí me gustaba”, dice Érika, “le gusta la misma ropa, mantener la casa ordenada y limpia y cuidar a los niños. Pero a Jimena no le interesa la pesca”.


La mayoría de los días Jimena hace su tarea cuando llega de la escuela, Camila toma su balón de futbol para jugar afuera, en el estrecho espacio entre su casa y la de los otros pescadores. Este laberinto de casas, como muchos otros en México, no fue diseñado por ningún urbanista.

Palmas y helechos se estiran para tocar el cielo y envases de catsup que cuelgan de las paredes albergan diferentes hierbas y plantas. Las campanas, grandes flores blancas conocidas como trompetas de ángel, cuelgan de los arboles hacia los pescadores que están debajo.

Socorro se sienta frente a una amplia olla de charales. Rocía sal en un puño de pescado, los sirve en una hoja de maíz que sostiene en sus manos mojadas y arrugadas. Saca algunas hojas de una cubeta con agua y envuelve el tamal.

La madre de Érika vive al otro lado del lago y continúa pescando. Ahora cuida de sus nietos, luego de que su madre, la hermana de Érika, muriera.

“Las mujeres no tienen que depender de sus maridos porque ellas saben cómo pescar”, comenta Érika. “Las mujeres saben cómo hacer el trabajo que los hombres hacen. Dependemos de nosotras mismas”.

José saca su red del agua y una pirámide de charales plateados sale a la superficie retorciéndose.

Además de otros 24 pescadores, las madres de Érika y José son dos de las cuatro mujeres que tienen licencia o permiso para pescar en el lago. Los permisos, necesarios para todos los pescadores comerciales, fueron una respuesta a la disminución de la población de peces.

En 2004, investigadores del departamento de agricultura de la Universidad Autónoma del Estado de México (UAEM) vinieron a Valle de Bravo para entender la ecología del lago y ayudar a los pescadores a usarlo como un medio de sustento. Determinaron que el lago podía abastecer de veinte a treinta pescadores y en 2005 implementaron el sistema de licencias para pescar.

Iván Gallego, uno de los investigadores de la universidad, dice que no fue fácil desarrollar un nuevo reglamento para la pesca. La primera vez que se acercó a los pescadores lo recibieron con machetes. Cuando vino a estudiar Valle de Bravo, su equipo trabajó en conjunto con la comunidad de pescadores y se ganó su confianza antes de sugerir alguna regulación.

Los pescadores se rehusaban a usar redes más grandes porque no había peces de ese tamaño en ese momento. Pero al enfrentar tiempos difíciles le dieron una oportunidad.

“Confiaron en nosotros y pusieron redes más grandes”, menciona Gallego, “y en 2009 ya pescaban peces más grandes”.

Pero los funcionarios del estado describen la pesca actual como un medio de supervivencia y no como una actividad económica. Los reglamentos han ayudado, pero la contaminación y la pesca ilegal amenazan su forma de vida, una vida que Érika espera que sus hijos no tengan que enfrentar. Algunos pescadores se cambiaron al turismo como un nuevo medio de ingreso en el lago.

Al ser uno de los tres Pueblos Mágicos del Estado de México, la gente de Valle de Bravo está consciente de la importancia que su gobierno pone en el turismo.

Los terratenientes son quienes más se han beneficiado en la comunidad porque usan el lago como zona de recreación, en comparación con la poca influencia política e impacto económico de aquéllos que se dedican a la pesca.

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“Si hay escasez de agua, la gente local la padece”, dice Romano Segrado, profesor de la Facultad de Turismo de la UAEM, “pero los turistas siempre tienen acceso”.

En 2009, cuando Iván Gallego buscó continuar el estudio del lago de Valle de Bravo, el Estado de México no aportó fondos para realizarlo. Los investigadores consideran que la universidad debe llevar a cabo sus estudios de forma independiente. “Nos preocupa lo que pasa en el lago”, comenta Gallego, “nos preocupa lo que pasa con la gente”.

Frente a un futuro incierto en la pesca, Érika se preocupa por lo que pase con sus hijos. Mientras la casa que están construyendo sea cómoda y estable, no quiere ver que sus hijos se dediquen a la pesca a menos que ellos así lo decidan.

Por las tardes, antes de regresar a el lago, Érika ayuda a sus hijos con la tarea. Camila se arrodilla frente al sillón de cuero negro en el que su madre está sentada. Érika señala el libro de ejercicios del jardín de niños que está sobre sus piernas y le muestra a Camila como se curvea la letra U en la parte inferior.

— “No me gustan éstas”, dice Camila rebotando una canica en el suelo.

— “Tienes que hacerlo todo”, responde Érika, “también lo que no te gusta”.

En la página siguiente se muestra cómo hacer una carita feliz. Antes de mostrarle como hacerlas, Érika observa cómo las caritas felices de Camila gradualmente se confunden con casitas felices al final de la hoja. Érika saca un lápiz de su coleta y rodea a Camila con un brazo para guiar su mano como un instructor de golf.

— “Así”.

Aunque desearía que la pesca no le quitara tanto tiempo, Érika valora la independencia que esta actividad le ofrece.

“Si no tenemos nada para comer, puedo ir a el lago y pescar algo. Si no tenemos dinero, puedo pescar, venderlo y ganar algo de dinero. Lo malo de ser pescador es que aunque llueva o esté haciendo aire tenemos que ir a pescar”.


La luz y la lluvia caen suavemente sobre el lago. El frío de las primeras horas de la mañana se manifiesta con una fuerte brisa. Érika y José están a mitad de camino de su red más lejana cuando la lluvia llega en su totalidad.

Desde la proa del bote, Érika le ofrece su sombrero a José, él sacude la cabeza y pasa los dedos sobre su cabello corto. Ella le lanza un sombrero de paja. José estira el ala del sombrero sobre sus orejas; cruza miradas con su sonriente esposa y ríen.

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Todo permanece en silencio al llegar a la orilla húmeda y verde, excepto por el sonido de las gotas de lluvia que regresan al lago. José saca su red del agua y una pirámide de charales plateados sale a la superficie retorciéndose. Jala la red hasta que encuentra el ladrillo con la cuerda amarrada en forma de cruz y lo pone al final del bote.

Deciden vaciar las redes antes de regresar a casa y jalan el bote a la orilla. La llovizna disminuyó, pero las nubes aún lucen grises mientras descienden de las montañas.

Érika y José extienden la lona y se paran en lados opuestos de ésta, agitan la red con fuerza en el suelo. La mayoría de los peces quedan atrapados en la lona y las cajas, otros se dispersan en el pasto.

“¡Mira el desastre que estás haciendo!”, grita un hombre desde su bote sucio y desgastado que flotaba a una distancia tal que apenas podía oírlo. Las palabras La Carpita son apenas visibles de ese lado. “Te hubieras traído un chocolate o un café”.

“No sabía que iba a llover”, le grita José a Fernando, el pescador más viejo del lago.

“Ha estado tronando desde las cinco de la mañana”, dice Fernando.

José ríe y se vuelve a subir en su bote, rema para sacar más redes mientras habla con el viejo que lleva puesto un impermeable negro. José jala las redes y acomoda el bote junto a la orilla. Érika permanece diligente y continua el largo y duro trabajo de sacudir sola las redes.

Los hombres regresan a la orilla después de media hora y empiezan a sopesar la lobina, José le pregunta a Fernando si ha escuchado algo de los dos pescadores que se ahogaron el día anterior, pero no ha oído nada.

— “Han de haber sido pescadores deportivos”, dice Fernando.

Érika y José dividen los charales en las cajas amontonadas en el frente del bote. Si no hiciera tanto frío y estuvieran tan mojados se sentirían mejor por los 25 kilos que pescaron. Por este tipo de mañanas es por las que Érika se pregunta si vale la pena el trabajo, pero nunca lo demuestra. Ella y su esposo sólo siguen adelante.

De regreso en casa, Érika hierve agua para el café, el brebaje acostumbrado después de largas mañanas lluviosas de pesca. Sirve cuatro humeantes tazas, para su esposo y sus hijos. José, José Jr. y Camila se sientan en la mesa donde Érika pone un plato con rebanadas de pastel junto al café soluble y el azúcar.

Toman turnos para servir el café en sus tazas. Camila y José Jr. hurtan un poco más de azúcar mientras su madre está en el piso de arriba buscando algunas fotos. Regresa a la mesa con algunas fotos instantáneas que encontró; pasan una del segundo pez más grande que José capturó y otra de él parado de forma orgullosa en la proa de su bote.

Érika permanece observando una fotografía con una sonrisa.

Es una foto instantánea tomada una década atrás en la que aparece su madre cargando a Jimena.

“Quiero que Jimena tenga una buena carrera. Estudia mucho”, dice Érika, “espero que Jimena no sufra. Me gustaría que fuera doctora. Eso me gustaría para ella”.

Retomando una vida mejor

Erika Esquivel Santana vive en una pequeña ciudad localizada en el Estado de México, llamada Valle de Bravo, como pescadora. Ella ha estado pescando desde que tenía 13 años, su madre le enseño la tradición. Al principio lo encontraba divertido y le gustaba jugar con los peces: «A todo niño le gusta mojarse, a mí también me gustaba».

Erika Esquivel Santana

Erika Esquivel Santana es una pescadora que vive en Valle de Bravo. Su madre le enseñó a pescar a los 13 años. «Le puse empeño a la pesca y me fue gustando, bueno, no mucho, mucho».

Botes

Tres de los botes de la familia Ponce López flotan en la presa de Valle de Bravo. La familia Ponce López fue una de las primeras en obtener licencias para pescar en el lago. Hoy cuentan con 4 licencias para pescar.

Levantando

Después de pescar tres horas bajo la lluvia, Erika tira los charales que atrapó esta mañana en cajas que están sobre el bote. Erika y su esposo José van al lago cada mañana, aunque haya mal clima: «Es un poco feo, Pero aunque haya lluvia o aire, tienes que ir».

Sacudiendo

Erika sacude los charales de las redes mientras su hija de 4 años «Pucca» (Ana Belén) se sienta sobre unos costales de cemento. Erika tiene cuatro niños: Jimena, José Armando, Camila and Ana Belén.

Red y Pescados

Erika trabaja quitando todos los pescados de la red. Los pequeños charales caen en la tela de mosquitero negra que tiende en el piso. Ella dice que sacar el pescado es cansado.

Colectando

Erika y su hijo José Armando toman los charales con las manos y los avientan en cubetas blancas para venderlos después. La familia vende el pescado en el mercado de Colorines, y algunas veces los clientes vienen a su casa a comprarlo.

Comida

Erika revuelve carne, cebolla y ajo en una olla de barro mientras prepara la comida para su familia. Todos los días ella cocina todas las comidas para su familia, y también pesca todas las mañanas y en la noche.

Tareas

Erika ayuda a su hija Camila a dibujar una plana de pequeños pasteles en un libro. Suelen hacer la tarea después de que Camila llega del jardín de niños.

Remando

Erika ayuda a remar mientras su marido tiende las redes en el lago. Ella también sabe colocar las redes, manejar el motor del bote y limpiar el pescado: «Sí nosotras nos lo proponemos, no dependemos de nuestros maridos», dice.