ATRAPANDO EL VIENTO

Escrito por Drew Gaines
Video por Drew Gaines
Traducido por Ignacio Ortega


Enrique Martínez, su esposa e hijos se levantan al escuchar el canto del gallo y se marchan directo a trabajar a su negocio de reparación de velas. Hoy no es un día normal de trabajo. El segundo sábado de junio marca el comienzo de la inauguración de la tradicional regata de Valle de Bravo, Estado de México.

El negocio de la familia tiene clientes que atender y velas que reparar para los turistas, quienes vacacionan alrededor del lago en un valle. Ellos viven a diez kilómetros de la zona turística en el pueblo de Santa María Pipioltepec. Su taller – unido por postes de teléfono reutilizados, mástiles de vela y tablas de windsurfing viejas – es un testamento que hereda el sueño de una familia que desea realizar su propio negocio.

Se encuentran en la delgada línea entre el éxito y el desastre, ya que una simple tragedia, como una lesión o el colapso del turismo puede llevar a la familia de nuevo a la pobreza.

El windsurfing y la vela han sido tradicionalmente pasatiempos para sectores privilegiados, donde sólo una vela tiene un costo mayor a 13 mil pesos. El negocio de Enrique, sin embargo, ha requerido un gran sacrificio para su familia, incluidos su esposa y sus cuatro hijos, quienes duermen juntos en el mismo cuarto.

A pesar de los días largos de trabajo y el esfuerzo conjunto para llegar a fin de mes, la familia Martínez espera ser parte de la creciente clase media mexicana. Esta tarea se vuelve más intensa con el lento crecimiento de la economía, la histórica corrupción y por la violencia del crimen organizado que constantemente amenza la industria turística del país.

No obstante que el negocio familiar ha crecido poco a poco, forma parte de la multi-millonaria economía informal mexicana. La familia Martínez no paga impuestos de su negocio, lo cual los hace inelegibles para recibir apoyos del gobierno. El dinero que la familia recibe se destina para la compra de equipo o la comida de la semana. Caminan sobre una línea delgada que divide al éxito y el desastre, donde una simple tragedia, ya sea una enfermedad, lesión o el colapso del turismo, pueden enviar a la familia de vuelta a la pobreza.

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Una situación inesperada – el miedo más grande de Enrique – les ocurrió recientemente. Enrique Jr., el más joven de los tres hijos Martínez, se cayó y se quebró el brazo caminando de la escuela hacia su casa. El chico de 16 años estaba a punto de competir, en el siguiente mes, en la categoría one-design de windsurfing en la Olimpiada nacional de este año.

“El miedo es porque vivimos día a día con el dinero que conseguimos trabajando”, dice Don Enrique. “En esta ocasión, teníamos algunos ahorros pero nuestro cliente dijo: “acaben todo el trabajo y después les pago”. Entonces tuvimos que invertir el dinero en este trabajo… y fue esa semana que Junior tuvo el accidente. Estábamos muy preocupados porque siempre hay miedo de que algo pueda pasar en la familia”.

Es sábado por la mañana. La mamá de Junior, Doña María, añade un poco de café instantáneo en su taza – una simple tarea que resulta más difícil para él con el cabestrillo puesto sobre su brazo roto.

“Hemos tenido nuestros momentos difíciles”, dice Efraín Martínez, de 27 años, el hijo mayor en la familia. Sus hombros son anchos y su pecho luce fuerte tras muchos años de practicar windsurfing y trabajar en el taller familiar. “Aprendes que no sabes nada; la humildad hace la diferencia”.

El turismo es el principal pilar de la economía de este municipio con más de 50 mil habitantes. Los fines de semana cientos de turistas visitan el lago o se hospedan en los condominios cercanos recién construidos. Muchos provienen del área metropolitana de la ciudad de México; llegan en sus BMWs, Audis y otros vehículos de lujo para relajarse y disfrutar el fin de semana en sus lanchas, la cuales cuestan hasta más de medio millón de pesos.

Hace casi diez años, Valle de Bravo adquirió el status de “Pueblo mágico”—premio que el gobierno mexicano difícilmente otorga a una ciudad. La belleza natural y la infraestructura moderna del pueblo lo convirtieron en el ganador.

El pueblo se ha beneficiado desde entonces con el nuevo estatus. La secretaría de Turismo del estado ha usado este título para promocionar al municipio en anuncios de radio y televisión dirigidos a vacacionistas potenciales, con el fin de ayudar a la economía local. Pero la gran brecha de ingreso entre ricos y pobres pone en ventaja a los empresarios de la zona a la hora de captar clientes; en primer lugar porque pueden pagar la renta de locales en el centro de Valle de Bravo, donde se concentra el mayor número de turistas.

La industria inmobiliaria – la mayor generadora de recursos en el ayuntamiento –está confinada a un puñado de compañías con altos ingresos. El precio de la tierra ocasiona que pequeños negocios como los de la familia Martínez tengan poca oportunidad de expandir sus empresas hacia el pueblo, lo cual es el sueño del hijo mayor, Efraín. Mientras tanto, los competidores más afluentes para la familia se benefician de la alta visibilidad de sus negocios al situarse en el centro turístico de Valle de Bravo.

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El rostro bronceado de Enrique es de rasgos finos; él es fuerte, bajo de estatura y tiene el cuerpo compacto. Trabajó 18 años como jefe de mantenimiento en una de las marinas y clubs de vela más lujosos de Valle de Bravo. En 2005 – aburrido de su trabajo y cansado de ganar un bajo salario – tomó el riesgo de comenzar su propio negocio de reparación de velas y clases de windsurfing y veleo.

Enrique había estado en contacto con el estilo de vida de los turistas afluentes, quienes visitaban Valle los fines de semana para practicar windsurfing y vela en la marina donde el trabajaba. En ese tiempo, él y su familia vivían con relativo confort en un departamento pequeño en los límites del terreno del club. Ganaba el salario mínimo, pero su manutención estaba cubierta. Sin embargo, las largas horas y la falta de tiempo con la familia le hacían la vida difícil. En la marina fue donde Enrique encontró su pasión por la vela.

Con la determinación de convertirse en autosuficiente, Enrique mudó a toda su familia a los campos de maíz y pastizales de San Francisco — situado a unos minutos de la cabecera municipal; sólo los separa las verdes montañas que rodean el valle. El costo bajo de la tierra ayudó a la familia a comenzar de nuevo. Enrique dice que sus raíces como campesino le proveyeron de motivación para valerse por sí mismo.

Después de nueve años de independencia, el negocio familiar sigue sufriendo por su baja penetración en el mercado; por ejemplo, al realizar una búsqueda en Google no se puede encontrar la escuela de vela que Efraín principalmente dirige. Los Martínez atraen a sus clientes por medio de pequeños anuncios en el directorio de la ciudad y de boca en boca, con ayuda de los trabajadores de la marina donde Efraín y Christopher dan clases.

Christopher asegura que su negocio de reparación de velas es el más barato del pueblo. Cuesta 30 pesos arreglar un agujero del tamaño de una quemadura de cigarro y 50 las roturas y desgarraduras más grandes. Vela tras vela llegan al taller familiar durante la semana desde equipos de carreras hasta lonas manchadas o deterioradas. El pago parece insuficiente comparado con las horas empleadas en cada proyecto.

Días antes de la carrera, el trabajo se alarga hasta la noche. Las luces parpadeantes y gotas grandes de lluvia golpetean el techo de lona del taller de la familia.

El estrépito de las viejas máquinas de coser suena enmedio de los estruendos relampagosos. San Charbel, el santo patrón de los buenos negocios, vigila el cuarto desde su vitrina. Los brazos del Santo se muestran abiertos hacia Enrique y su hijo Christopher, de 25 años, en tanto se dirigen desde sus máquinas de coser en dirección a una vela dañada que permanece extendida en el piso de concreto. El padre e hijo ponen poca atención al aguacero que cae afuera de su taller.

Días antes de la carrera, el trabajo aumenta en las noches. Relámpagos y gruesas gotas de lluvia golpean el techo de lona del taller familiar.

“Ahora la vida es difícil”, dice Christopher. “Hay poco dinero y todo está caro. Todo el mundo quiere pasar encima del otro”.

El viento hace que la luz permanezca este sábado. La carrera será un problema para Efraín y Christopher – quienes se han inscrito a la regata del fin de semana – ya que albergan su equipo de windsurfing en un condominio enclavado en la orilla del lago.

Al llegar al lugar, Christopher conduce por el estacionamiento de grava situado a un costado de una cancha de bádminton. Los hermanos saludan – con sus manos callosas – a dos empleadas domésticas jóvenes, quienes se encuentran sentadas en las escalinatas de la entrada mientras descansan. Christopher viste una gorra de beisbol, la cual crea una sombra que permite apreciar el contraste que hace el brillo blanco de sus dientes con su piel bronceada; siempre lleva esa sonrisa heredada de su padre.

Muchos años han pasado desde que Christopher y Efraín se encargaron de hacer los cimientos del primer cuarto de su casa: la cocina. Mientras la construían, los hermanos quitaban los montones de tierra hasta la noche. A veces llovía, lo cual hacía que cada pala con lodo pesara más; Efraín convencía a Christopher para que siguiera excavando. Cuando no tenían que dar clases de windsurfing o reparar velas, los hermanos se quedaban por las noches sin acceso a electricidad, agua o gas, sin poder prender la estufa o el boiler. La comida era limitada a una canasta de tortillas para la familia entera.

A pesar de sus orígenes humildes, los Martínez-hijos tuvieron acceso a educación superior; en algún tiempo incluso asistieron a escuelas privadas. Sus padres ahorraron dinero durante la temporada que trabajaron en la marina, con el fin de poder ofrecer a sus hijos un mejor futuro.

La hija de 18 años, Mariza, estudia arquitectura y pasa sus noches armando maquetas con cartón y cartulinas. Christopher estudió leyes y alguna vez aspiró a ser abogado. Pero él refuta abandonar el negocio familiar hasta que pague sus deudas y se cerciore de que sus padres se encuentren financieramente estables. Los hijos se conducen con la misma diligencia que su padre aprendió en el campo durante su juventud y heredaron la ternura de su madre.

Ellos apodan a Doña María, “el cerebro de la familia” — mote del que se siente orgullosa. María actúa como la voz de la razón en la democracia familiar. Ella y Enrique se sientan en la mesa cubierta de plástico en la cocina pequeña y deciden cómo distribuir su tiempo y presupuesto para la casa o en el equipamiento para mantener su negocio funcionando. “Poco a poco”, dice Enrique.

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Tienen grandes planes para la casa, la cual aún se encuentra en obra negra. Por ahora, María cuelga la ropa mojada en un tendedero que atraviesa dos habitaciones en construcción. Su cabello negro y ondulado lo deja suelto justo hasta sus hombros. Apenas si sonríe en estos días y se disculpa por no verse feliz. Es el resultado de una condición médica que ella le atribuye a un parálisis parcial de cara que contrajo tiempo después que Efraín dejara el hogar para casarse.

“Se cree que personas de escasos recursos no pueden entrar en este mundo”, dice Doña María. “Pero hemos roto el esquema de ser intrusos… Hemos demostrado que con trabajo duro, lo podemos lograr”.

Una brisa continua viaja por las montañas hasta llegar al lago. Christopher y Efraín se paran sobre sus tablas de windsurfing y navegan sus equipos alrededor de una lancha de carreras que ya se encuentra en marcha; pelean por alcanzar la velocidad que los pondrá a planear sobre la pista.

Hay poco viento, lo suficiente para navegar. Pero las condiciones climáticas parecen no afectarlos, pues surfean como pez en el agua. La primera vez que se subieron a una tabla de surfeo apenas si caminaban, y empezaron a competir antes de la adolescencia. Ahora se enfrentan entre ellos mismos y contra los chicos de tez clara, quienes han llegado para participar en este evento de fin de semana.

Un cornetazo marca el inicio de la regata. “Ya nos vemos, Efraín”, grita el organizador de la carrera desde la plataforma de la lancha del comité. La vela parchada y vieja en la que Efraín compite lo pone en desventaja; el trata de alcanzar a su hermano y a los demás competidores, quienes lo adelantan. Al final de la carrera Efraín no clasifica, pero Christopher termina en segundo sitio.

Más tarde, de regreso en casa, el pequeño trofeo de metal de Christopher se queda en la mesa de la cocina. Probablemente pronto le encontrarán un sitio junto a otros que se encuentran dispersos en el taller de la familia.

Estos premios son recordatorio de la pasión que tiene la familia por su trabajo y su forma de vida. Pero el reconocimiento más grande será la seguridad se su negocio, algo que tanto México como Valle de Bravo aún tienen que proveerles.

Avanzando con el viento

Fotos por Greta Diaz

Tenía un año de edad la primera vez que subió a un velero. Ahora de 25 años, Christopher Martínez ha convertido el windsurf y el velero en su vida entera. El dedicado joven ha ganado competencias nacionales de windsurf y actualmente se gana la vida dando clases a los turistas que llegan de vacaciones a Valle de Bravo, México. A pesar de que estudió Derecho en una escuela privada, Chris está inmerso en un ciclo vicioso que no le permite pagar su titulación; se niega a dejar el negocio familiar debido a su lealtad hacia los integrantes de la familia y el sueño compartido de tener estabilidad financiera.

 

En México el windsurf es una actividad para la clase privilegiada. En promedio, una tabla para windsurf cuesta 20 mil pesos. La familia Martínez tiene un pequeño negocio de reparación de velas para los turistas de clases altas que visitan la presa de Valle en los fines de semana. La familia de seis integrantes ha sacrificado todo para que Chris y sus hermanos puedan competir en este deporte lujoso. Cada centavo que ganan es destinado a alcanzar una mejor vida. Chris vive entre dos mundos, su modesta vida familiar y el círculo adinerado del windsurfing, siempre buscando llegar a tener una vida de clase media.



Chris compite en una regata local en Valle de Bravo, hacer windsurf es su actividad favorita. “Una vez que sabes cómo planear con el viento a altas velocidades, te olvidas de todo lo demás”, dice Chris.


El taller que se encuentra en casa de los Martínez es donde la familia pasa la mayor parte de su tiempo. Don Enrique trabaja en una vela que necesita reparación. A veces la familia se queda despierta hasta las 2 de la mañana para poder terminar las entregas a tiempo.

 


Enrique, Christopher y Efraín alistan su catamarán para poder usarlo al día siguiente en las clases que imparten. Dejan el catamarán en una de las pequeñas marinas de Valle de Bravo con la ayuda de su Viejo Nissan Tsuru, el cual no cuenta con un enganche para remolque.

 


En el club residencial San Gaspar del Lago, un lugar exclusivo en el lago de Valle de Bravo, Chris se prepara para una competencia local. “Se cree que personas de clase baja clase media no pueden ingresar, nosotros hemos roto ese esquema de ver desde afuera esas cosas, porque sí se puede, nosotros vemos que sí se puede con mucho empeño”, dice Doña María, madre de Chris.

 


La familia Martínez construyó su casa con sus propias manos después de mudarse a San Francisco en 2005. Su taller se mantiene en pie gracias a tablas viejas de windsurf, lonas y plásticos. Su sueño es tener un pequeño local que sea lo suficientemente formal para que los clientes puedan dejar y recoger su equipo para reparación.

 


La familia Martínez se sienta en su único dormitorio, donde todos, menos Efraín, el hermano mayor que ahora vive con su esposa en Valle de Bravo, duermen juntos. Marisa, Enrique Junior, Christopher, Don Enrique y Doña María son muy unidos. Todas las decisiones que tengan que ver con el negocio familiar, la educación de los hijos y las competencias se hacen tomando en cuenta la opinión de todos los miembros de la familia.

 


El baño al aire libre en la casa de los Martínez está hecho a base de barro y botellas recicladas que le dan carácter. Está lleno de trofeos y decoraciones náuticas, como forma de demostrar su dedicación hacia sus deportes.

 


Chris toca la guitarra de vez en cuando. Desarrolló este talento y pasión por las artes durante sus estudios en escuela privada. Este tipo de educación normalmente está fuera del alcance para las familias de bajos ingresos, pero los padres de Chris siempre vieron su educación escolar como una prioridad.

 


Las callosas manos del padre de Chris, Don Enrique, trabajan en una de las tres máquinas de coser que tiene la familia en su taller. Fue él quien le enseñó a Chris a coser a mano antes de que pudieran comprar máquinas para hacerlo. “No pienso dejar el negocio familiar, están mis papás y mis hermanos. A ellos no los quiero dejar atrás. No los quiero dejar solos”, dice Chris.


Chris “pumpea” su windsurf para intentar ganar velocidad durante un día de poco viento en la una competencia den Valle de Bravo. Las casas de clase alta resaltan en el lago. Chris quedó en segundo lugar después de dos días de competencia.