La piel y el fénix

Historia escrita por Carlos Escutia


Tenancingo, Estado de México 1988

Andrés López conducía su motocicleta. La noche inundaba la ciudad. La única luz que se advertía a la redonda era la que alumbraba la estatua del Cristo Rey en la punta del cerro. Su mirada no se mantenía fija, su respiración era precipitada. Tenía los labios secos. Su aliento reveló su condición: el aroma a alcohol se percibía a la distancia. Sus manos temblorosas giraron el acelerador de la motocicleta mientras su corazón palpitaba cada vez más rápido; sus reflejos se volvieron torpes. La adrenalina recorrió todo su cuerpo. De repente, una señora salió entre un par de camionetas estacionadas. Fue muy tarde para meter los frenos.

Desde que cumplió veinte años, a Andrés le gustó tomar. No pudo controlar la cantidad de alcohol que consumía. “Era la oveja negra de la casa. Bebía sin límites”. Duró más de una década envuelto en accidentes automovilísticos, peleas en cantinas y discusiones familiares. Tocó fondo. “Atropellé a una señora y fui a parar a la cárcel”, dice Andrés. Tras las rejas, el mundo que conoció se quedó atrás.

La vida en prisión es como ir al gotcha: no debes descuidar tu espalda, alguien podría darte un tiro fulminante. Allí, “muchas veces piensas en matarte”, dice Andrés. “No hay solución. No creía en mí”. Adentro se vive una guerra para sobrevivir. “A algunos no les caes bien y ellos te hacen la vida pesada. Ahí todo se paga, debía ganarme todos los privilegios. No tenía cómo pagar, tuve que lavar el baño de otros reos, era como su gato”.

La supervivencia en prisión es una lucha de todos los días. “Te ganas los privilegios de un lugar, de una cama”, dice Andrés. “Debes cuidarte en la noche porque hasta violado puedes amanecer”.

La angustia era el modo de vida en la familia López. Duró dos meses en la cárcel de Tenancingo y seis en la de Almoloya mientras su padre encontraba la manera de pagar la fianza. “Tuvo que vender un terreno”, dice Andrés con modestia. “Gracias a él recobré mi libertad”.

Después de esos ochos meses, Andrés entró a una casa-hogar donde ayudan a alcohólicos y drogadictos a salir de los vicios. “Ahí tuve que comprender”, dice. “La gente que llega a ese lugar es un desecho humano. En la casa ya no nos quieren, prefieren vernos muertos que seguir así”.
Vivió ahí cien días (noventa de ellos fueron obligatorios), pero los demás internos quisieron que se quedara más tiempo. Con las pláticas que Andrés les dio se inspiraron para superar sus adicciones.

Edith, su esposa, fue clave en su proceso de recuperación. “Me apoyó, me dio confianza y volví a sentir amor y compañía”. Andrés voltea a verla, sus miradas se unen por unos segundos. Edith le toma por un instante la mano. Hace veinticinco años se conocieron; llevan veinte de casados. Le agradece a Dios por las dos décadas que lleva su marido sin beber. “Es como si hubiera estado muerto en vida”, ella dice. “Pero siempre estuve ahí, siempre estuve para apoyarlo”.
“Creyó en mí porque ya ni yo creía en mí”, Andrés dice. “Me dio inspiración para vivir y fuerza para trabajar con lo que, desde niño, ha amado: la piel”.

Desde hace cuarenta años, la “Talabartería López” ha sido parte de su vida. Su padre fue el fundador del negocio. “Mi papá fue el iniciador”, dice. “En Tenancingo lo conocen como el “Maestro Don Clemente López Millán”. Murió hace diez años, pero en el negocio su presencia es todavía fuerte. Andrés guarda en una caja docenas de fotos de él. Una de ellas está clavada en la pared. Es Don Clemente, trabaja con el cuero, sonríe.

“Siempre estuve con mi padre”, Andrés dice. “Me compró un caballo. Yo le hice su montura y lo montaba. Iba a la escuela, pero no me llamaba la atención, yo quería convivir con mi papá”. Don Clemente le enseñó a su hijo a trabajar con la piel desde que era niño; a sus cincuenta y seis años, no se le ha quitado el gusto.

Andrés viaja todos los días 50 kilómetros de Toluca a Tenancingo para abrir su talabartería. Cada luna llena hace el viaje en bicicleta antes del amanecer. El negocio prosperó cuando aún vivía Don Clemente. Tenancingo era un lugar pequeño, la gente acostumbraba tener caballos y utilizar fundas de cuero para machetes o navajas. Los señores usaban botas de piel y guardaban sus utensilios en petacas hechas por Don Clemente o su hijo. Con el paso del tiempo, la vida en el campo y la ciudad se ha modernizado con lo que, la demanda de piel, ha ido en declive.

Los comerciantes tienden sus puestos, cuelgan playeras Lacoste de imitación, discos de cumbia y mochilas de las Pistas de Blue. Son pasadas las diez de la mañana y Andrés no ha abierto. Su local se encuentra en Epigmenio de la Piedra, calle comercial situada a un costado de la parroquia de San Francisco de Asís. Sus vecinos están a punto de persignarse con la primera venta mientras la grafiteada cortina que resguarda los productos de Andrés se resiste a abrir. El reloj marca las doce del día y a lo lejos se le ve acercarse. Abre en menos de tres minutos.

Toluca, Estado de México 2013

Andrés López conducía su auto. La noche inundaba la ciudad. Su mirada era fija; su respiración, pausada. Una mano se encontraba firme en el volante y otra en la palanca de velocidades. Manejaba a más de 90 kilómetros por hora, la avenida así lo requería. Veinticinco años después, el pasado reaparece en la vida del talabartero. “Fue un caso parecido, porque también salió de un par de camionetas estacionadas”, dice. Una señora no se fijó al pasar. Fue muy tarde para meter los frenos.

Andrés respiró. Su mano se acercó a la manija de velocidad; su pie, al acelerador. La palpitación de su corazón se precipitó. Transpiró. “De inicio, hice el intento de darme a la fuga”. Vio por el espejo retrovisor. Un hombre presenció el accidente; se bajó del auto y fue con Andrés a ayudar a la mujer. No se podía mover, se encontraba en muy mal estado. La auxiliaron y rápidamente acudieron a un hospital. La señora se desvió la columna.

Ahora está obligado a pagar todos los gastos médicos. “Tuve que dejarle la factura de la camioneta de mi hijo para poder estar libr, dice. “Me van a regresar mis cosas hasta que la mujer quede curada”.

El pasado y el presente se unieron. “En el primer accidente me ayudaron mis padres. Nada más estuvo el sufrimiento de estar en la cárcel y en este yo he tenido que solventar todo, Andrés dice. “Valoro más, soy más fuerte y tengo más experiencia; cambié para bien. Gracias a Dios no pasó a mayores y no pisé la cárcel. Me debo fijar más; debo estar muy alerta ahora en mi vida”.
La talabartería no le deja el suficiente dinero para solventar los costos de las terapias y medicinas. “El negocio ha bajado. Ya no hay muchos caballos”, dice. “Ya se modernizó todo; ya hay tractores y maquinaria. Los caballos ya son un lujo”.

El futuro de la tienda se ve en el cartel que Andrés pegó hace unas semanas: “Se renta este local”. Cuarenta años de historia quedarán atrapados en ese espacio de la calle Epigmenio de la Piedra. “Me duele mucho dejar el local y a los clientes. La gente busca y les dicen que este es el único lugar donde hacen trabajos de talabartería”. Tenancingo se quedará sin alguien que trabaje con el cuero.

Andrés pretende trabajar como chofer en Toluca. “Va a estar un poco difícil, pero vamos a salir adelante con la ayuda de Dios. Tanto en el trabajo como en la vida siempre nos hemos apoyado. Siempre, en las buenas y en las malas”, dice Edith.
Desde que se casaron, el matrimonio López se ha ayudado; se ha mantenido unido. “El afecto que yo le tengo es incondicional”, ella dice. “Me tiene la confianza del mundo como yo a él. Nos queremos mucho. Yo le doy todo lo que puedo”.
Edith toma el brazo de Andrés. Ríen. Hace mucho que no se lo decían. Sus miradas son de confidencia. La señora acomoda su cabeza sobre el hombro del talabartero. “Ahora creo en mí y en el amor de mi familia”. Aunque su futuro vaya encaminado hacia otra dirección, Andrés pretende regresar al pasado: “quiero rentar uno o dos años y regresar porque ésta es mi vida”, dice.

“Esto es lo que amo. Siempre he trabajo la piel porque me encanta”.
Después de una jornada de siete horas, Andrés cierra la talabartería. Durante el día unas cuantas personas se acercaron a preguntar y otras pocas a comprar. Regresa a Toluca con la esperanza de que el futuro le brinde un nuevo camino. Los puestos y locales de la calle Epigmenio de la Piedra cierran. Toca desmontar de las rejas las playeras, discos y mochilas que colgaron hace más de ocho horas. Es luna llena. Andrés toma su bicicleta y se aleja de Tenancingo. La luz que alumbra la estatua del Cristo Rey lo acompaña.

Video destacado


Corazón y piel

Producido por Jun Ma
Traducción de Juan Vences

Talabartero Andres Lopez Rosas busca la redención de una vida lleno de lamentos.