Entre el pasado y el presente: Tres mujeres en Tenancingo

Historía escrita por Belinda Vázquez
Fotografías por Yecenia Méndez

Tenancingo, México

México vive una época de transición. Los roles tradicionales de las mujeres en México se han transformado radicalmente. De acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), los hogares mexicanos que son encabezados por una mujer continúan en aumento, al grado que, actualmente, dos de cada diez familias mexicanas tienen como jefa a una mujer. En Tenancingo y otros pueblos pequeños en todo el país estos cambios son evidentes en las generaciones de mujeres que conviven, cada generación enfrenta sus propios desafíos para alcanzar nuevas oportunidades y equidad de género.

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Esther Robledo se pone unas botas de trabajo y pantalones de mezclilla, se amarra el cabello con una liga y sale de su casa para ir a sus clases de fotografía. Ella captura, en una imagen, el templo del Desierto mientras lo recorre junto con sus compañeros. Después de la sesión de fotos, se encamina para llegar a su ensayo de danza folklórica. “Estar encerrada no me gusta”, dice Esther al tiempo que acomoda su rebozo y camina entre los árboles. Esther tiene 57 años.

Esther Robledo ha luchado contra los estereotipos de la mujer mexicana. Ha seguido sus sueños y pasiones.


De joven, Esther se mudó de Tenancingo a la Ciudad de México para estudiar. Años más tarde, obtuvo una licenciatura en Agronomía en la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM).

“Cuando yo me fui tenía 14 años y a los 18 empecé a trabajar”, dice Esther. “Al llegar a la ciudad de México descubrí un mundo, aprendí a moverme y a resolver problemas por mí misma”.

Además de las múltiples clases que estudia, Esther imparte cursos de inglés y literatura. También colabora en un periódico; la próxima semana iniciará un taller de redacción.

Esther perdió a su esposo hace siete años y continúo al cuidado de sus tres hijas. Ella las sacó adelante, pues siempre trabajó. “La única condición para casarme con mi esposo fue que me dejara trabajar”, dice. “Lo que me apuraba cuando falleció fue que toda la carga recayó en mí, porque las decisiones eran compartidas”, dice Esther. Ahora tiene que conseguir sola el sustento para su familia. Sin embargo, ha sido más difícil para Esther encontrar trabajo últimamente. Ella piensa que se debe a su edad y por la desventaja que enfrenta al ser mujer en un mundo laboral dominado por hombres.

Por la tarde, Esther luce su falda floreada en los múltiples espejos del salón de baile en la casa de cultura. Zapatea al ritmo de los sones jarochos, como el “El fandanguito” o “La rama”, ensaya una y otra vez su coreografía. Ella mueve su falda con fuerza y en su cara luce una sonrisa. Tiene compañeras más jóvenes que ella, sin embargo no se esfuerzan tanto como lo hace Esther.

“Primero hay que tener conocimiento del valor que tenemos como personas y como mujeres, y a partir de ahí tomar conciencia de lo que queremos en la vida”, dice Esther. “Tienes que disfrutar lo que hagas y lo tienes que hacer bien”.

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Josefina Rosales está parada frente a la estufa, se aprecia su joroba en la espalda, pone la mirada en la cazuela llena de dulce que agita con ambas manos, aprieta la boca por el esfuerzo que realiza, sus aretes de oro se mueven al igual que la piel de sus brazos. Doña Jose, como le llaman en el pueblo, tiene 87 años.

Josefina pasa la mayor parte del día en la cocina encorvada sobre su estufa de leña. Debe menear los dulces de leche mientras los prepara, de otra forma se quemarán.

Josefina pasa la mayor parte del día en la cocina encorvada sobre su estufa de leña. Debe menear los dulces de leche mientras los prepara, de otra forma se quemarán.


Doña Jose es también jefa de familia. Nació 30 años antes que Esther, cuando en México las condiciones para el desarrollo de la mujer eran aún más limitadas. Doña Jose vive en la calle Lerdo. Ella hace los dulces de leche que su abuela le enseñó a elaborar desde que era niña. Pasa la mayor parte del día en la cocina, donde todo lo que hace lo prepara en su estufa de leña.

Doña Jose dice que nunca pensó dedicarse a otra cosa, porque “la mujer es de la cocina y para el hogar”. Doña Jose nunca se casó y, desde los 16 años, sola sacó adelante a su hijo Héctor. Él comenta que el recuerdo más persistente que tiene de su madre es trabajando todo el día. “Ella fue muy dura y estricta conmigo, no fue la típica mamá cariñosa”, recuerda Héctor.

Desde que era niña, la abuela de doña Jose no la dejaba jugar porque tenía que aprender a cocinar. “Eso es lo que hacen las mujeres”, dice Doña Jose mientras pasa su mano arrugada y temblorosa por su cabellera blanca y guarda la otra en el mandil.
Doña Jose ha sido pionera como comerciante, pero se aferra a los ideales tradicionales. Ella piensa que la mujer se debe limitar al hogar, aunque a ella le haya tocado otra forma de vivir.

Doña José no se detiene mucho a reflexionar en estas cosas. Para ella es más importante el hecho de que no se llevará nada de esta vida; está convencida que, al final, lo único que tiene que cuidar es su alma, porque es con lo que se quedará. Doña Jose deja una especie de legado, independientmente si lo intenta o no. Como mujer emprendedora, ha sido referencia para otras mujeres de Tenancingo; tal es el caso de María Rosales, su sobrina. “Podemos aprender muchos valores de ella, como la honestidad, el trabajo, la persistencia, sobre todo”, María dice. “Yo también me dedico a los dulces, es algo que ella me heredó”.

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Alejandra Lara rápidamente pela los ajos. Una señora le pide un kilo de jitomates. Alejandra los escoge con sus manos maltratadas y cubiertas de tierra. A ella no le gusta su trabajo, preferiría estar estudiando, pero sabe que tiene que mantener a su familia. Alejandra tiene apenas 21 años.

Alejandra pone fruto para un cliente en su puesto en el mercado al aire libre de Tenancingo. Abandonó sus estudios para mantener a su familia a través de su ingreso en el mercado, pero ella sueña con ser médico algún día.

Alejandra pone fruto para un cliente en su puesto en el mercado al aire libre de Tenancingo. Abandonó sus estudios para mantener a su familia a través de su ingreso en el mercado, pero ella sueña con ser médico algún día.

Alejandra trabaja de tiempo completo en el mercado Riva Palacio, de lunes a domingo, en un puesto de verduras. “Es muy difícil encontrar un empleo de media jornada en Tenancingo”, dice. Al igual que muchas otras mujeres en estos días, ella empezó a trabajar a temprana edad.

Alejandra es sumamente delgada y de estatura baja, aparenta mucho menos edad de la que tiene. Su ropa se ve desgastada y sucia. Su cabello largo, aunque lo trae en una coleta, se aprecia enredado. Sus ojos, grandes y de color miel, expresan melancolía.

Alejandra frunce el ceño mientras desempeña sus labores. Al igual que sus compañeras, viste un mandil azul. Ella es la menor de todas, las demás tienen entre 25 y 40 años; sin embargo, parece ser la más dedicada a su trabajo.

“En México no hay muchas oportunidades para las mujeres y aquí en Tenancingo o estudias o trabajas; no puedes hacer las dos”, dice Alejandra con voz temblorosa al tanto que entrelaza los dedos de sus manos. “Aún sigue existiendo el machismo”, advierte.

Cuando Alejandra era niña, su mamá se dedicaba al hogar, hasta que decidió separase de su padre porque la golpeaba. La muerte de su hermanito de cinco meses fue la detonación del divorcio. Su madre comenzó a trabajar. Tenía estudios en enfermería, pero no se volvió a dedicar a eso porque no lo llevaba en práctica desde su matrimonio. Desde entonces Alejandra empezó a adquirir mayores responsabilidades en su casa, recogía a sus hermanas de la escuela o preparaba la comida.

La separación de sus padres sólo duro unos meses; pero, a pesar de que regresaron, las cosas ya no eran igual. Su padre era campesino y hacia arreglos de flores. Él nunca estudió, en esa época la escuela se consideraba como un pasatiempo o lujo. Para ganar un poco más de dinero, su papá decidió poner una florería. Llevaba un cargamento de flores cuando se accidentó y murió.

“Me quedé sin nada, todo lo que había construido mi papá nos lo habían quitado”, dice Alejandra con sus ojos llorosos; segundos más tarde, agacha la mirada. Después de la pérdida, ella no salía ni hablaba con nadie. “Tenía miedo de salir, ya no me atrevía”.

Alejandra cursaba el primer semestre en la Facultad de Medicina, cuando su papá se murió. Entonces se enfrentó a la disyuntiva de seguir con su vida universitaria o asumir el rol de su padre como soporte familiar. Tomó la segunda decisión.

“Mi mamá no me pidió que dejara de estudiar, pero, sin recursos, ¿cómo lo iba a hacer?”, Alejandra se pregunta. “Ya no continué mis estudios para darle esa oportunidad a mis hermanas. Mi familia lo es todo, para mí ahorita es el motor, sin ellos no saldría adelante. Ya no hay quien nos vea, no tenemos un respaldo. Trabajo para ellas”.

Después de algún tiempo de mantener a su familia y con la esperanza de mejorar en la vida, Alejandra presentó el examen de Medicina por segunda ocasión. Esta vez no lo pasó. “A mí sí me gusta estudiar”, dice. “Para mí, seguir haciéndolo es tener una mejor vida, saber más cosas, conocer más gente”.

Los sueños de Alejandra tendrán que esperar. Sus prioridades han cambiado ahora y sigue manteniendo a su familia. Sin embargo, ella no piensa darse por vencida y no se desanima.

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Para Alejandra, Esther y Doña Jose la incorporación al trabajo se ha convertido en el motor de su independencia y cambio de rol en la sociedad. Hoy día, las mujeres pasan por un proceso de toma de decisiones en distintos ámbitos de su vida que contribuye a definir un cambio generacional.

En un país de poco más de 110 millones de habitantes, el 95 por ciento de mujeres de entre 6 y 14 años ya asisten a la escuela. Cada vez más mexicanas se pueden realizar como profesionistas y emprenden las carreras que eligen, sin tener que depender de alguien más. Sin embargo, Esther dice que hay un largo camino por recorrer. “No podemos presumir de que estamos avanzando. Todavía hay muchas mujeres en varios lugares que aún no las dejan ser”.